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lunes, 7 de octubre de 2024

Cronista de guardia

Los créditos de las películas de Hollywood serían inferiores al listado de quienes garantizan el descanso feriado aquí...

Enrique Manuel Milanés León en Exclusivo 28/12/2016
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Barrendero
Muchas profesiones exigen trabajar en días como los feriados, donde la mayoría de las personas descansan.

Mientras un colega inspirado hacía semblanzas verbales de los presentes en una reunión de amigos, una joven reportera lanzó la broma: «Enrique —dijo— es nuestro cronista de guardia». En seguida, el ponente principal de la velada le aclaró que no, que ese concepto es en sí mismo fallido porque la crónica no puede encargarse y mucho menos ser esperada en el acecho programado de la redacción.

Claro que el llamado género periodístico de las emociones no puede someterse a un plan, pero incluso cuando todos descansan o festejan, como suele ocurrir en cada fecha feriada y en los fines de año, alguien tiene que ocuparse de acopiar las emociones con el muy noble propósito del reciclaje.

Como el humilde barrendero que tras el cese del jolgorio recoge vasos, botellas, papeles y cosas innombrables, los reporteros, y en particular los cronistas —que jamás descansamos del todo—, recogemos retazos de historias, fragmentos de sonrisas, caricias rotas, hazañas a medio hacer, promesas aún tibias y hasta rotundos desamores para ordenarlos en textos que conmuevan y muestren otras caras de la compleja naturaleza humana.

Los feriados tampoco detienen a los médicos y enfermeros de uno y otro sexo e idéntica filiación humanista, encargados de velar por nuestra salud. Ellos se pasan todo un año orientándonos planes terapéuticos que incumplimos casi llegando a la orilla y aconsejándonos esos correctísimos hábitos alimentarios que al final de diciembre violamos en nombre de la manteca, con todo el entusiasmo del mundo. Y si ocurren percances mayores, ahí están en los hospitales —soñolientos no por fiestas, sino por sucesivas guardias— para que todo se resuelva como Galeno manda.

Tal incondicionalidad sanitaria me recuerda otra parecida: la de los miles de seres que nos ayudan a hablar con el prójimo. En los ’90 de mi mocedad, el ministerio afín tenía un eslogan: «Tanto en la guerra como en la paz, mantendremos la comunicaciones». Estaba bien, para esos tiempos de publicidad de madera, pero le faltaba un escenario esencial a la prueba: las fiestas. Porque pocas cosas disparan tanto el deseo de hablar —el «tráfico», dirían los especialistas— como una copa, o un tonel, en una descarga de personas afines. Y en ese caso, parodiando la clásica frase cubana, sin técnica no solo no habría técnica… tampoco, diálogo posible.

Un feriado popular se levanta también sobre los hombros de agentes del orden que no recesan. Operando sin fechas ni horas en la frontera del deber, miles de policías velan por que quienes traspasen los límites del beber no enturbien la alegría de los millones que, tras mucho trabajo, paran por unas jornadas para tomar el impulso con el que enfrentarán desde enero un año nuevo de paquete al que siempre —como a los equipos adquiridos en una tienda— habrá que hacerle ajustes y adaptaciones.

Si se escribiera en nuestras calles el crédito de quienes garantizan que el pueblo descanse y recupere fuerzas para enfrentar los nuevos retos del país, la lista superaría a esa infinita relación de nombres que al final de cada película de Hollywood parece colocada no para ser leída, sino para que el cinéfilo en cuestión concilie el sueño que, entre golpes, carros rotos, bombas y cuerpos eróticos mostrados por hora y media jamás podría lograrse.

Llegan ahora a la «memoria» de esta cuartilla los guagüeros, esos inefables trabajadores que tanto tienen que ver lo mismo con nuestras reuniones de trabajo que con nuestras citas románticas.¡Cuántas llegadas a tiempo con sus correspondientes diplomas y besos cercanos, pero también cuántas sanciones o plantes de pareja van a la cuenta del ciudadano Guagüero Pérez!

Para el retrato de quienes no descansan en medio del ocio masivo reparo con fuerza en el panadero. Quizás sea porque lo siento como un colega con cierto parentesco profesional con el periodista: el pan que entrega no puede acumularse; debe ser diario, fresco, nutritivo… como un artículo. Y,  para colmo de coincidencias, a menudo él se empeña en hacerlo extremadamente sintético, cual nota informativa que se lee de un mordisco. Sí, ya sé que a cada rato también nosotros escribimos ciertos textos duros e incomibles, como el pan quedado de la media noche anterior.

Es ante el personal de salud donde primero nos quitamos el sombrero de la fiesta. Porque ante la doctora o el doctor termina el pedido de que cure la hipoglucemia o la indigestión de los excesos, la huella del golpe por el puño volador, el aguacero etílico o el repentino incremento de la fuerza de gravedad, el dolor de cabeza generado por una reguetonitis aguda o la depresión porque ella o él «me dejó en medio de la celebración».

En todos los casos, allá está el bueno del médico o la dulce doctora para demostrarnos con palabras o pastillas, que, como el año, el mundo no se acaba, sino acaba de comenzar. Yo mismo, si no logro hilvanar a tiempo estas letras, olvidaré el honorífico título que me dio una muchacha e iré al consultorio del barrio a quejarme de lo que parece una enfermedad profesional: «es urgente —diré a quien me atienda—, tengo un dolor singular: una crónica me hinca entre pecho y espalda».


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Enrique Manuel Milanés León

Con un cuarto de siglo en el «negocio», zapateando la provincia, llegando a la capital, mirando el mundo desde una hendija… he aprendido que cada vez sé menos porque cada vez (me) pregunto más. En medio de desgarraduras y dilemas, el periodismo nos plantea una suerte de ufología: la verdad está ahí afuera y hay que salir a buscarla.


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