Hay dos Lázaros, que se fueron volviendo el mismo. Como en las historias más simbólicas, las figuras de ambos hombres se transformaron en un símbolo de fe y de entrega a la curación de los pobres y desvalidos. Pero la vida, terca como siempre, persiste en indagar, en separar los significantes y plantearnos la necesidad de pautas racionales que expliquen el milagro y lo diseccionen para los mortales.
En el Evangelio según Lucas, hay una parábola entre un rico señor y el mendigo Lázaro. Mientras que el primero iba de banquete y de pompas, el segundo moría de hambre. Luego, en el otro plano que surge tras la muerte; el pobre estaba rodeado de gloria mientras que el acomodado moría eternamente en un lago de fuego. El castigo y la recompensa son conceptos que sopesan sobre la narración y nos entregan el bálsamo de que en alguna parte de este universo existe la justicia y se colocan en equilibrio los males. Ese es uno de los Lázaros. El otro es el resucitado, ese que ya con cuatro días en la tumba hedía y era llorado por sus hermanas Marta y María, quienes llamaron a Jesús para que obrase lo imposible. Este pasaje bíblico cuenta, además, que el Nazareno lloró cuando vio la precariedad y la finitud de la vida humana. Es uno de los momentos de grandeza en los cuales el Dios hecho carne entiende el dolor de la carne. La tradición recoge que tras la oración de Jesús, Lázaro salió caminando, aun en medio de los retazos del sudario mortuorio, luego estuvo predicando hasta su muerte a los 60 años. Este otro Lázaro llegó a ser obispo de Chipre.
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Con el tiempo, en la Edad Media, Lázaro fue uno solo y se tornó patrón de los enfermos, en especial de los leprosos. Su imagen se colocaba en tiempos de epidemia y se le pedía sanación cuando todo parecía imposible. A su llegada a Cuba, San Lázaro se trasmutó con Babalú Ayé, ese dios africano que tenía a su cargo la lucha contra las dolencias del cuerpo, las pústulas en la piel, las putrefacciones de la carne. En los barracones estaba ese anciano con sus perros callejeros, que escondía la deidad negra, misteriosa, que es una de las más poderosas en el panteón yoruba. La transculturación surgió como una necesidad de fe, en medio de la dureza más dolorosa. Los dos Lázaros, unidos a Babalú, resurgen cada 17 de diciembre. La gente quiere tener la esperanza renovada frente a las adversidades y cree en el santo de pies descalzos, ese que se les parece, que lleva una carga humana similar a la nuestra.
El Lázaro negro iba en el barco con los esclavos. Ya ellos intuían la falta que les haría, en las tierras de trabajo y de muerte, esa deidad. Una vez en las costas, los africanos lo vistieron, tomaron las ropas españolas, le dieron un aliento cristiano, pero lo resguardaron muy adentro tal y como ya lo conocían. Los afeites y los disfraces de Europa no eran mella para el amor que ellos sentían por unas raíces hechas para la resistencia y la dureza, unas que demostraron ser más fuertes que todo obstáculo y que hoy están presentes en las caravanas, en los viajes de los cubanos a El Rincón, en las promesas de tantas personas para que cure a su familiar, para que les dé prosperidad, para que libre las batallas que atenazan a Cuba. Porque Lázaro en cierta medida es también una especie de héroe, que conforma una parte de nuestra nacionalidad y de las identidades más propias de ser cubano.
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Aunque pudiera establecerse un Lázaro blanco y otro negro, uno bien vestido y otro harapiento; ambos responden a la búsqueda de sentido y de justicia, ambos eran en su origen mendigos que decidieron a luchar por los enfermos sin medicinas ni hospitales, por los que no tenían esperanzas, por aquellos que cuentan los días antes de partir a la región de la muerte. La tradición hizo de estos temas un gran eje universal, los transversalizó y los puso en medio de los debates religiosos. Así, no hay nada que pueda empañar el mito, nadie lo niega, ni lo esconde, sino que lo ponderamos. Lázaro no es solo una cuestión de los creyentes, sino un fenómeno antropológico, uno que atañe a toda la sociedad y que merece ser estudiado. Lázaro también es la dureza del cubano frente a la vida en una isla asediada por asuntos que la rebasan, por injusticias externas que no la quieren comprender ni respetar, sino que la deshumanizan. Por eso, Cuba y este santo se parecen, porque en ambos está la dignidad de los harapos, de la pobreza irradiante, de la moral que no cesa de ponderarse ni de valerse a sí misma.
Si bien Lázaro es un hombre pacífico, rodeado de perros, con su bastón y sus ropas hechas girones; también representa una cierta rebeldía que no quiere ir de la mano del rico que desprecia al pobre. Porque a Lázaro le tiran quilos, pero no para enriquecerlo, sino para recordar cuán dura es la vida del trabajador, cuánto nos cuesta el sustento y la necesidad de hallar fuerzas para darle un nuevo empuje a la existencia marcada por tantas carencias. Cuando llega el 17 de diciembre, la gente presenta los niños al santo, los viejitos llevan una vela y la encienden, los enamorados depositan flores. El pozo de los deseos, a los pies del hombre que es varios hombres a la vez, se llena de maneras de ver la vida, giros, gestos, humanidad. Todo lo que es diverso confluye ahí, se une y alcanza un cenit complejo, creativo, más allá de todo radicalismo tanto religioso como ateo. Por eso Lázaro es un asunto de Cuba, uno que rebasa lo eclesial o lo yoruba y que nos define desde lo más íntimo, nos interpela, nos persigue.
No es que vayamos a El Rincón, sino que somos el rincón, lo tenemos en el corazón, muy cerca de los anhelos. El viaje físico expresa si acaso un traslado, una muda espacial, pero no necesariamente un regreso al santo. Los cubanos, aunque no visiten el santuario, requieren de Lázaro porque ese hombre que es varios hombres nos expresa, nos muestra y está junto a las vicisitudes. Somos hijos suyos, aunque no se crea en su deidad. No en balde hace unos años, el restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos ocurrió un 17 de diciembre. Las resistencias y los mitos heroicos estaban presentes en el debate que recién se abría entre las dos naciones. Más que una pugna había la certeza de que nuestro espíritu humilde y de curación prevalecería. Ahora, a la altura de los años y vistas las dolencias de una pandemia global y otras tantas cosas derivadas, Lázaro es más necesario.
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Requerimos de los dos santos cristianos, en tanto uno regresó de la muerte y con ese gesto de resurrección nos mostró lo imposible como posible; también porque el otro era un ejemplo de paciencia en medio de la adversidad y la afrenta. De Babalú nos sirven ese vaivén de las olas en altamar, el gesto de fuerza en las costas, el abrigo en el barracón por los siglos y su develación al país cada diciembre. Con el africano y los dos cristianos, podemos hacer un nuevo mito, uno que nos una, que sane las irreverencias, que haga que en la Isla quepan otras tantas esperanzas. Esa es la entraña de la religiosidad más sana.
Las caravanas que marchan hacia El Rincón no cesan, son espíritus que trascienden este plano, que vuelven de la muerte, que nos resignifican. Ahí está la Cuba mística de Fernando Ortiz, la cual conoce sus demonios y los sabe vencer. Pero más que eso, la deidad del viejito con los harapos y los perros sabe hablarnos con su silencio, indicarnos la ruta más bella hacia las realizaciones, ser nuestro cómplice. Esas caravanas son también los rincones en las casas donde hay una estatua de yeso con velas y un papelito con los deseos escritos a lápiz. Así de simple es la espiritualidad, así de maravillosa, de alejada de todas las pretensiones infundadas.
San Lázaro significa curación y de eso precisamente se trata. Es importante entenderlo, pero también vivirlo.
Richard
17/12/23 17:39
Muy buen análisis. Cada cual con su santo, su vocación y su fe.
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