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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Más que un mundo por sepultura

Cada año los estudiantes universitarios y al pueblo en general marchan en defensa de sus eternos compañeros de aula...

Yuniel Labacena Romero en Exclusivo 27/11/2015
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Tienen más que un mundo por sepultura parafraseando a nuestro José Martí, pues aquel 27 de noviembre de 1871, fueron condenados a muerte por una falsa acusación. Esos ocho inocentes jóvenes, estudiantes del primer año de Medicina en la Universidad de La Habana fueron víctimas del odio más recalcitrante del Cuerpo de Voluntarios, que por ese entonces dominaba a Cuba y vio alcanzado su objetivo de aterrorizar a quienes vivían en esta Isla.

Quizás por ello, el hecho quedó profundamente marcado dentro de los innumerables sacrificios de los pinos nuevos que han ofrecido sus vidas a través de nuestra historia. La supuesta profanación de la tumba del periodista español Gonzalo de Castañón, en el Cementerio de Espada devino motivo para tamaña barbarie. El pretexto resultó uno de los absurdos más horrendos nacidos de la ambición y del espanto. Todo fue un crimen insólito.

Los 45 estudiantes, que aquel 23 de noviembre visitaron el camposanto —cuya entrada no estaba prohibida—, solo condujeron el carro fúnebre y uno de ellos, arrancó una flor. Sin embargo el vigilante del cementerio nombrado Vicente Cobas, mortificado porque aquel grupo de jóvenes “había descompuesto sus siembras”, hizo una falsa delación al gobernador político Dionisio López Roberts, el cual dijo que los estudiantes habían rayado el cristal donde reposaban los restos de Gonzalo Castañón.

Con ese engaño los alumnos fueron apresados. Por suerte unos pocos quedaron en libertad de sus cargos, 31 permanecieron en prisión durante diversos períodos y ocho, condenados a muerte. Pese a que la “falta” cometida era de carácter civil, un consejo de guerra de campaña los sentenció, por las órdenes del general de división Romualdo Crespo, segundo al mando en el país y máxima figura ante la ausencia momentánea del Conde de Balmaceda, capitán general en ese entonces.

Los cinco primeros fueron fáciles de escoger: cuatro habían jugado en la plazoleta próxima a la necrópolis con el carro de trasladar cadáveres a la clase de disección. Otro había cogido una flor del jardín que estaba frente a las oficinas del cementerio. Los tres restantes fueron elegidos al azar de entre los 31 condenados a presidio. Uno de los seleccionados en el espantoso sorteo fue el matancero Carlos Verdugo y Martínez, que no estaba en la capital el día de las supuestas profanaciones.

A los estudiantes ejecutados aquel horrendo lunes, en la explanada de La Punta, frente al Castillo de los Tres Reyes del Morro, los situaron en el edificio conocido como Barracones de Ingenieros, y en sus cuatro lienzos de pared los ubicaron de dos en dos, una pareja en cada lienzo. No se sabe cómo conformaron los amargos dúos. Llegaron hasta allí atados de manos, de rodillas y con vendas en los ojos.

Así recibieron la muerte Alonso Álvarez de la Campa, Anacleto Bermúdez y González de Piñera, Eladio González Toledo, José de Marcos Medina, Augusto de la Torre Madrigal, Ángel Laborde Perera, Carlos Verdugo Martínez y Juan Pascual Rodríguez Pérez. Eran las cuatro y 20 de la tarde, cuando se escucharon los disparos de la ejecución en los alrededores del sitio habanero, luego que el capitán Ramón Pérez de Ayala, jefe del 4to. Batallón de Voluntarios de La Habana, diera las órdenes al piquete de fusilamiento.

Después de asesinados, los cadáveres escoltados por una compañía del Cuerpo de Voluntarios, los tiraron en una fosa común en extramuros, en un lugar conocido como San Antonio Chiquito, fuera de los límites del cementerio, donde no se permitió poner ni una cruz, ni siquiera una leve señal del sitio exacto donde amontonaron los cadáveres, junto a los de los hombres de piel negra asesinados también cuando intentaron rescatarlos aquel fatídico día.

A los familiares se les negó otorgarles cristiana sepultura y en ese sitio yacieron cerca de 16 años, hasta que el 9 de marzo de 1887 Fermín Valdés Domínguez, condiscípulo de los ocho educandos, exhumó los restos y dirigió las obras para erigir un monumento en honor a su memoria. Así en el mismo sitio donde fueron asesinados, se inauguró en 1890, como resultado además de una recaudación de fondos.

Según cuentan, ante la indignación por el trágico suceso, el capitán de la región de Oriente Federico Capdevila, jefe de los abogados defensores, rompió su espada y se degradó en público, hecho considerado como un acto de alta traición al ejército colonial. Su homólogo, Nicolás Estévanez, reaccionó en La acera del Louvre de manera similar al escuchar las ráfagas coloniales. Dos profesores de la Universidad defendieron a los estudiantes condenados: los doctores Juan Manuel Sánchez de Bustamante y Domingo Fernández Cubas.

Recordar este hecho 144 años después duele y más por la franqueza de quienes fueron inmolados. El gran pecado de querer a su patria constituyó, a juicio de los estudiantes, la razón de su destino fatídico, y así lo expresaron en las líneas escritas a sus familiares y amigos poco antes de morir. Fueron notas breves, con detalles aparentemente de poca importancia, ante lo que ya era la muerte inminente, pero no por ello menos dolorosos.

Eladio solicitaba a Cerra que, como prueba de amistad, conservara un pañuelo en posesión de Domínguez y que diera a este el que le acompañaba. Anacleto pedía que padres y hermanos se consolaran pronto y entregaran a Lola su sortija y leontina para que siempre se acordara de él. Alonso reiteraba a los suyos un querer entrañable y la fe de ver a los padres en la gloria. Pascual decía a Tula nunca haber creído verse en un caso así, porque había sido hombre de orden. Ángel, en el adiós definitivo, afirmaba: muero inocente, me he confesado.

Son esos los ideales, los que cada año inspiran a los estudiantes universitarios y al pueblo en general a marchar en defensa de sus eternos compañeros de aula. Desde la histórica Escalinata de la Universidad de La Habana, recorren la calle San Lázaro hasta la explanada de La Punta, donde se levanta el monumento que marca el lugar en que fueron asesinados estos muchachos en la plenitud de sus vidas.

Ese simbólico desfile se ha convertido en una de las más hermosas tradiciones de Cuba y sus jóvenes, que los une, indisolublemente, con la tradición de lucha de nuestro pueblo, con nuestro pasado y con nuestro presente. En La Punta se les recuerda con profundo respeto, se les rinde el homenaje que merecen, ellos y todos los estudiantes caídos, y se ratifica el compromiso de la juventud de salvaguardar la Revolución, pues “cuando se muere en brazos de la patria agradecida /La muerte acaba, la prisión se rompe; / Empieza, al fin, con el morir, la vida (…)”.


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Yuniel Labacena Romero


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