La historia, esa materia que muchas veces pasa al olvido para algunos en el mundo, es ducha en ejemplos “ejemplificadores” para los que aún insisten en que son poseedores de la única verdad universal, y que en su papel de “adalides globales” su trato con el resto del orbe se reduce a intercambiar con absolutos tarados e incapaces.
Con más razón en una época en que, luego de los mazazos políticos que significaron el derrumbe del llamado “socialismo real” en la Unión Soviética y Europa del Este, el equilibrio mundial ha ido evolucionando, para contento de muchos, hacia posiciones apegadas al multilateralismo y la autodeterminación, en la medida en que nuevos y positivos actores han llenado espacios importantes en el concierto planetario.
En otras palabras, que el contexto en nuestra época ya no es el del Viejo Oeste, donde el lenguaje de los disparos y las bravuconadas determinaban la suerte de amplios espacios geográficos y de sus gentes. En consecuencia, cuando se escuchan de un presidente y sus funcionarios discursos públicos donde se difama la voluntad mayoritaria, se califica de “pérdida de tiempo” e “insulso” todo análisis colectivo, se intenta revelar como realidad absoluta la interpretación torcida de un acontecimiento, se amenaza con represalias brutales, y se advierte que “mi decisión y mis criterios” son inamovibles a cuenta de mis conveniencias y pretendido poderío, entonces nadie se moleste porque otros reaccionen mediante argumentaciones encendidas y gestos de descontento y rechazo masivos.
Y es que ciertamente van pasando los tiempos en los cuales el desprecio y la arrogancia podían atemorizar y cambiar el peso en el platillo de la balanza.
Y para no pocos analistas, eso es lo que justamente viene sucediendo con las apariciones en el plenario de la Organización de Naciones Unidas, primero del mandatario norteamericano, Donald Trump, y hace apenas unas horas de la representante de los Estados Unidos durante el debate sobre la resolución contra el bloqueo de Washington a Cuba, aprobado por veintiséis ocasión consecutiva por la aplastante mayoría de la Asamblea General.
De manera que para vergüenza de la diplomacia de la gran potencia (si la hubiese), en este y otros temas cruciales, la Casa Blanca aparece en el ruedo como un lobo en solitario, cuyos aullidos no encuentran eco ni inspiran terror.
Lo lamentable y preocupante sigue siendo que no se vislumbran resquicios positivos, al menos en el corto plazo.
Es evidente que las tendencias ultras acaparan el timón de la política externa norteamericana, repitiendo los mismos ineficaces encontronazos ya condenados por la práctica histórica, y que por demás dañan la propia imagen de un país que —con otras miras y maneras, y a tono con su peso global— bien podría hacer mucho por un mundo seguro, equilibrado, respetuoso y justo… solo que la ambición y el desprecio por el ajeno parecen ser demasiados entre los que hoy controlan sus máximas riendas.
Lo cierto es que cada vez está más claro que en la misma medida en que Washington suscriba la idea de su supremacía absolutista y llegue incluso a explicarla a los incautos como “legado divino e inapelable”, en igual proporción se verá más relegado y constreñido con respecto a los demás, en un escenario donde ya es imposible negar la sensata mundialización como premisa para existir.
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