En cuanto lo vi, revisé con nerviosismo sus dibujos. No encontré mi rostro, pero reconocí en sus bocetos a tres vecinos del edificio. El pintor había decidido instalarse en mi barrio y todos corríamos el riesgo de terminar estampados en sus cartulinas blancas.
Era martes y llovía mucho. Por una obligación, casi meteorológica, estuve más de 30 minutos viendo la exposición. El portal lucía la humedad sucia de las mañanas de invierno. La gente iba y venía con la agitación de ayer y de siempre, concentrada en sombrillas inútiles y en la rutina de cualquier día laboral. Casi nadie miraba alrededor y yo no podía dejar de mirar a la gente: pensarlas, pensarme.
El pintor parecía inmutable, pero también aprovechaba el contexto: el Capitolio en restauración; los Chevrolet convertidos en taxis; la multitud que se preparaba, ansiosa, para descubrir dónde haría su parada la próxima guagua; el señor agitado que llegó pidiendo permiso para que le despejáramos aquel portal…
El hombre gritaba, exigía un espacio que consideraba suyo, porque era la entrada a su negocio y ya estaba retrasado para abrir la cafetería. La lluvia a veces provoca tardanzas y malhumor.
Fue entonces cuando vi al pintor despegar el lápiz de la cartulina por primera vez. Entendió las razones y detuvo su obra. Mientras, se sentía el olor a buñuelos fritos y muchos compraron refresco para justificar su estancia.
Poco a poco el artista retiraba su exposición con la paciencia y elegancia de las personas transparentes. Solo había sonreído una vez. Vestía un abrigo mojado y llevaba en el cuello varios collares como prueba de su adoración a espíritus protectores. A pesar de las botas descosidas y la barba abandonada, tenía cierta luz, un tono misterioso. Llevaba consigo tormentos, impaciencia y miradas convertidas en retratos humanos.
Yo lo había visto en otras latitudes de la ciudad, pero nunca estuve tan cerca de ser una de sus modelos involuntarias. Esta vez, la sospecha me devolvía un impertinente presentimiento.
Volví a fijarme en los bocetos mientras el hombre los recogía del piso. Y entre los movimientos de su morral, su banqueta, y sus instrumentos de trabajo, pude verme, sonriente, con un fondo lluvioso: yo era carbón sobre cartulina.
Sentí miedo. Y, justo cuando el pintor tomó en su mano mi retrato, me miró con la certeza de quien solo crea por el compromiso individual de sobrevivir. Había estado estudiándome, mirándome sin que yo lo viera. Por unos minutos su obra me pareció perversa, imaginé que luego me vendería en cualquier otra esquina para garantizar su merienda de la tarde o, tal vez, su comida del día.
Entonces me di cuenta de que era una obra irreal: yo posaba con una sonrisa y realmente no había reído ni una vez durante mi estancia en aquel portal incómodo, con la humedad sucia de las mañanas de invierno.
El pintor terminó de recoger todo. Y se echó su mundo a cuestas, como si no tuviera más hogar que sus inspiraciones.
Yo seguía mirándolo, hipnotizada. Él se percató de mi estremecimiento y, antes de volver a la lluvia, me susurró:
—¿Y usted no cree que la ciudad está llena de personas felices?
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