La identidad de un pueblo va unida a sus casas. Así lo dice José Martí en uno de los artículos más icónicos. Se trata de un espacio humanista que expresa los anhelos de las personas, sus contradicciones, la forma en que se traza una pauta para la vida. Hay en las construcciones desde la antigüedad esa necesidad por dar testimonio de lo que somos, por aleccionar a los errores y por corregir esos caminos que no nos aportan nada. En la arquitectura están los códigos más fehacientes de una especie que requiere de la convivencia y que desde antes de que existieran los grandes palacios, ya estaba pensando en los edificios en algo más que un bien utilitario. La arquitectura expresa una belleza por encima de todo, y de eso se trata cuando se diseña. Decía José Martí que los antiguos humanos no solo pensaban en las casas para vivir, sino para que las habitaran sus dioses. Hoy, no se tiene una sociedad mitificada hasta ese punto, pero los edificios están regidos por ideas y por tendencias estéticas.
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En Cuba no solo ha habido que acortar las maneras de hacer una arquitectura demasiado ampulosa o tendente a los lujos, sino que hemos apostado por diseños que se muevan más en la línea de lo útil. Allí están las escuelas en el campo que en su momento marcaron un hito en el crecimiento de la estructura dedicada a la educación en este país. Sin embargo, toda construcción conlleva la responsabilidad de la restauración. Hoy vemos que los recursos han imposibilitado la acción fundamental que daría cuentas de los valores que subyacen en las ciudades y campos de Cuba en materia de arquitectura. Los edificios hechos en el periodo de la revolución requieren de un pensamiento en materia de mantenimiento distinto a los que pertenecen a la etapa colonial. De hecho, durante toda mi vida he estado en una villa fundada por los españoles, Remedios, y allí he visto que se le hace duro al país congeniar los arreglos para los diferentes registros arquitectónicos. No solo porque conllevan otras técnicas, sino diferentes espíritus y abordajes. La arquitectura colonial no solo se rige metodológicamente por maneras de hacer que prestigian y denotan una huella identitaria, sino que no puede dejarse de la mano. Conformamos de esta forma lo tangible identitario que es lo mismo que el rostro de un país que se ha definido a lo largo de los siglos.
Las oficinas patrimoniales que establecen una red de trabajo en Cuba han sido un paso fundamental para el diagnóstico, el acercamiento a los problemas y las posibles soluciones de aquellos inmuebles que están casi a punto de desaparecer. Sin embargo, los años han arrojado la lamentable huella de edificios que han desaparecido sin que se emprendan acciones concretas. En Remedios, casi todo lo que se ha salvado de caer en medio de los escombros ha sido gracias al turismo, que con su labor de rescate resignifica los espacios y les otorga una dimensión más moderna. Se trata en este caso como en los de tantos otros, de una especie de tarea contra el reloj en la cual nos va la vida como nación que depende del lenguaje de sus edificios. Sin embargo, todo no se puede dejar a la impronta de las oficinas patrimoniales, ya que el patrimonio y la arquitectura son elementos de la vida cotidiana, que nos dan la oportunidad de habitarlos de manera activa. Somos los seres humanos a partir de constituir unidades de sentido, quienes imponemos una huella.
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En tal sentido, no existe a mi entender en Cuba una red real que capacite y sensibilice a las personas con el conocimiento en torno a los valores de las edificaciones. Priman en los pueblos y las ciudades numerosas violaciones a las normas de urbanismo, en las cuales no solo hay que tener en cuenta lo bello, sino lo útil. Así, el trazado de las calles se resiente, las infraestructuras caen y ello puede dar paso a un colapso de los valores tangibles. Hay que poseer políticas concretas que detengan la insensibilidad y que penalicen realmente las violaciones, para establecer una disuasión efectiva. En el caso de villas coloniales como Camagüey por ejemplo es loable no solo la conservación, sino el conocimiento al cual el pueblo llano ha llegado en torno a los valores de la ciudad. Pero está el mal ejemplo de La Habana, que con su súper población no alcanza los estándares de convivencia en cuanto a espacio y ello deviene en un tratamiento deficiente al tema del patrimonio y de la identidad.
Se defiende aquello que se conoce y se ama aquello en lo cual se nace y se crece. Las casas no solo son implementos para vivirlas, sino trozos existenciales que con sus iridiscencias esplenden en la cotidianidad más chata. Y así lo debería entender todo cubano, no solo quienes trabajan en las áreas de la conservación, sino para las zonas transversales de la sociedad. El turismo, la actividad económica por excelencia de Cuba, depende de la conservación y del espíritu de estas edificaciones que están en peligro. En resumidas cuentas, hay que tener en cuenta la visión martiana de las casas y de la arquitectura si queremos un país que se parezca a nuestras aspiraciones y ello conlleva no solo una transformación en el modo de hacer, sino en el estilo que conllevan determinadas estructuras espirituales.
La resonancia que el país necesita en tantos campos ha de venir del interior del pueblo y de las enseñanzas que conforman su identidad.
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