Mi amanecer de lunes fue en un taller de mecánica y chapistería cercano a la casa, negociando la reparación de la camioneta que me heredó mi padre, tras más de 20 años tirada a la interperie y sin usar.
No es la primera gestión de ese tipo que hago, ni será la última, pero esta vez marcó una diferencia importante: mi interlocutor no me miró con sospecha ni preguntó si no habría hombres para encargarse de un asunto de esa naturaleza.
No sólo por eso, pero también por eso, recuperé las esperanzas de resucitar el difícil legado de ese Menéndez de cuatro ruedas, y desde ahora juro que cuando salga le daré el bautizo que en vida de mi viejo ninguna pareja se atrevió a secundar, a ver si acabo con la mala letra del potente hermano mecánico que construyó y abandonó mi cascarrabias.
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Antes de hoy, incluso quienes se prestaron para ayudar me miraron con sospecha, y para las grandes conversaciones sobre el tema reclamaron la presencia de los hombres de la familia porque mecánica, negocio y chapistería no combinan con mujeres, según nuestra cultura antillana.
Y sí, en mi cortísima familia hay dos hombres, pero uno es científico y el otro artista, y a ninguno le interesa manejar nada que lleve más de dos ruedas, o embarrarse las manos de grasa y descubrir para qué es cada herramienta o artefacto de los que atesoraba Viejoloco en su cubil de macho tradicional.
A mis hombres búscalos para la cocina o la limpieza, y el único motor que les quita el sueño si no trabaja bien es el de la lavadora automática. Con Jorge puedo contar de vez en cuando para la albañilería y la plomería, siempre que el diseño y la elección de materiales sea mía, y Davo nos saca de apuros en electricidad y telefonía. Pero ¿la mecánica? No, gracias… Si acaso, el mantenimiento del ventilador.
El día que los senté a ambos muy seriamente y les insistí en la urgencia de chapistear y pintar nuestro híbrido de Mercury y Ford para que no se siguiera deteriorando, se miraron entre sí con cara de “se va a caer la Luna”, y con sonrisa medio velada el más joven sugirió: “¿No puede ser en Photoshop?”.
O sea, que estos asuntos del carro y el pañol le tocan a la marimacha (“Que además los disfruta”, se defienden ellos), y ay de quien les cuestione su hombría por dejarme hacer y deshacer entre hierros; soñar o aterrizar, acelerar o cambiar de dirección a mi antojo.
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Mujeres así, “de nuevo tipo”, necesitan hombres renovados; no para mangonearlos, como dicen algunos retrógrados en las redes, sino para crecer juntos a gusto, cada cual en lo que encuentre mayor placer y potencial.
No pierde virilidad un padre tierno, un marido que inventa en la cocina o acepta intercambios de pareja, un hermano que cuida de su hermana convaleciente, un amigo que besa a sus iguales, un tipo con hobbies tan poco ortodoxos como fotografiar mariposas, coleccionar peluches o hacerle trenzas a una nieta revoltosa.
En el Día Internacional del Hombre, yo abrazo a los míos por lo que eligieron ser y hacer, y a los que me rodean en la práctica o las redes y abren su corazón, pero sobre todo sus entendederas (muy difícil a veces), para construirse una masculinidad diferente, personalizada, cuestionadora de todo lo que les impida sentir la vida a plenitud, como un regalo que no lleva suspicacia ni acotación.
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Felicidades entonces para esos nuevos másculos que no temen reír de los prejuicios del pasado y aceptan que sus cuerpos enferman y su mente se angustia, pero pueden salir adelante con enfuerzo y buen humor, en un proyecto de existencia híbrida, como mi camioneta, que no pierde potencia ni utilidad, aunque envejezca, y solo necesita motivación, fuertes caricias y mucho amor para echarse al lomo con orgullo a toda la familia y llevarnos a pasear de nuevo
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