“Voy a cumplir 100 años”, me dijo.
Y cualquiera podría imaginarse que le estaba fallando la mente. Pero no es así. La mente es lo que mejor tiene en un cuerpo lleno de achaques desde niña (¡el principal, el asma!). Cada día la sigue entrenando como hace con sus músculos un consagrado deportista olímpico. Una forma de alargar la vida, como ha sido demostrado en investigaciones, y de hacerlo con calidad.
Le dedica varias horas a la lectura. Muchas de esas horas de lectura y de estudio, de realizar apuntes, se las ha dedicado a toda la obra de José Martí, su pasión. Hasta se atrevió a escribirle con esmero, y tras mucha investigación, una de sus novelas no publicadas (¡qué lástima!).
Cuando se encuentra en un proyecto todos los días escribe (lo que quiere decir siempre, pues siempre tiene una tarea o un reto profesional que le ocupa el tiempo y el corazón). Dos actividades (lectura y escribir) que tienen marcado un horario inviolable.
Es una amante con vehemencia de Cuba: cuando llegó el Triunfo de la Revolución toda su familia más allegada se fue para Estados Unidos. Ella se negó a irse e incluso la sufrió el rechazo de sus parientes.
Ahhh… y no salió de su imaginación lo que refleja la frase del título (“Voy a cumplir 100 años”): ¡lo comprobé!
Estoy listo para una exageración, muy propia a veces de ella y de un escritor muy famoso, y a la que voy a intentar sumarme hoy, para hacer un triángulo (sí, no será el de las Bermudas, pero…). Ahora le pido al lector un permiso para exagerar:
Si resucitara Gabriel García Márquez, el autor de Cien años de soledad, y la conociera, se volvería a morir al verse superado por la imaginación desbordante de Luisa María Pérez Rivero, graduada de Filosofía y Letras, y de Pedagogía, publicitaria, profesora también en su casa durante muchos años, y antes de que cambiaran los tiempos sin cobrar un centavo. Los de ella han sido un poco cien años de soledad, y, más que ello, cien años de lucha.
Una vecina, o mejor dicho, una persona siempre dispuesta a animar el cumpleaños de un niño (pintando el burro al que con los ojos cerrados hay que colocarle el rabo); poner una inyección; ayudar al prójimo con una preocupación constante.
Y como creo que no le ha fallado la mente, al menos a niveles para preocuparnos, me da lo mismo que sean ciertas, o producto de su imaginación, las anécdotas que me contó hace poco.
En una de ellas coincidió en la carretera rumbo a la provincia de Pinar del Río, de donde es natal, con el mismísimo Ernest Hemingway, otro escritor célebre y también Premio Nobel de Literatura, como García Márquez. El automóvil del autor de El Viejo y el Mar, según me contó, se había ponchado y no llevaba gato para cambiar la goma. Se lo prestó y se convirtieron en amigos. Estuvo de visita en la Finca La Vigía, también en San Francisco de Paula, y conoció a su esposa de entonces (Mary Welsh).
Make, como le puse cuando niño, antes o después de que me inyectara por primera vez, no cabe en unas tres cuartillas, porque ella es toda una novela, pero algo he intentado reflejar como un homenaje adelantado a sus 100 años (12 de septiembre).
Ella ni sospecha que se me ha ocurrido intentar escribirle esta crónica, algo que me parece muy justo por ser un ejemplo de lucha contra enfermedades (¡se le escapó, estando ingresada y en su momento más crítico, a la Covid!); la importantísima formación académica de muchos (entre ellos mi hermana y quien escribe)… por tantas cosas.
Voy a leérsela, por respeto, antes de enviarla para la redacción de Cubahora. Lo más seguro es que no le guste. No importa…
Y es posible me sorprenda con algo más. Ahora es a mí a quien se le vuelve a disparar la imaginación: ¿Me contará esta vez que tumbó un avión nazi cuando la Segunda Guerra Mundial?
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Cuando terminé fui a leerle esta crónica. No dijo nada. Ni a favor ni en contra. No la criticó (algo muy propio de ella). Ahh… no quiso dejarse retratar (también algo muy propio de ella). Y una hora después, cuando ya iba a cerrarme la puerta, dijo: “Me gustó lo que escribiste. Hay un poco de exageración…”.
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