En el sartén se seca la salsa del pollo. Trato de picar la ensalada en trozos finos, mientras con el hombro sujeto el teléfono pegado a mi oreja. No alcanzo a escuchar lo que me dicen sobre el trabajo que
debemos entregar para la edición de ese día. El llanto de mi hijo más pequeño, que está colgado de mi pierna, lo impide.
Él quiere que lo cargue, pero ¿con qué manos? Mi hija mayor exige que la mire a los ojos mientras me habla, y se ofende cuando lo intenta infructuosamente varias veces.
Al final le digo a mi colega que me llame luego, porque no lo entiendo. Apago el pollo, que se me va a quemar. Cargo al más pequeño, voy en busca de la más grande para que me perdone, nos damos un abrazo. Lo pongo todo en pausa. Pero mi mente no para, porque pasan los minutos y debo terminar el almuerzo, porque en poco menos de una hora habrá reunión editorial en mi trabajo, y querrán saber mis propuestas, porque ha pasado la mitad del día y apenas he avanzado una mínima parte de todo lo que en materia laboral debería haber hecho.
Se supone que estoy teletrabajando. No es una opción que haya escogido ni disfrute, pero muchas veces para las madres –incluso para aquellas afortunadas que contamos con círculo infantil– es la única opción. Los
niños se enferman y los suspenden, o en el círculo falta el gas o el agua, o el personal tiene una actividad, etc.
- Consulte además: Trabajo a distancia y teletrabajo: luces, sombras e innovación
La cuestión es que no es raro que nos veamos en casa, con nuestros dos trabajos (el que es remunerado y el que no) coexistiendo en el mismo espacio y horario, y no es fácil; me atrevería a decir que es un caos, sobre todo mientras más pequeños son nuestros hijos.
Criar supone estar atentos, hacer contacto físico y visual, asegurar higiene, alimentación, sueño... y todo eso conlleva esfuerzo y tiempo. Es casi idílico pensar que mientras los niños juegan, responderemos correos, escribiremos, editaremos, haremos informes.
La verdad es que sí, lo intentamos, pero no avanzamos, porque interrumpimos para dar agua, separar peleas, preparar merienda, hacer almuerzo, limpiar narices, llevar y traer el orinal, consolar. Eso sin contar las veces a que se niegan a dejarnos trabajar, porque desean y necesitan atención, o las computadora los atrae como a bichitos de luz.
De paso, también aprovechamos para pasarle al baño, y poner una lavadora. El trabajo doméstico y el de cuidado conspiran para ahogar a ese otro que termina en desventaja. En la oficina pasa a segundo plano
el menú de la noche, el polvo en la mesita; nos concentramos, pero en casa es otra cosa.
El teletrabajo es una modalidad mundialmente aceptada, que en Cuba cobró auge por la pandemia de Covid-19. Para nadie es un secreto que las madres y otras personas al cuidado de niños fueron de las que peor lo
pasaron por la sobrecarga de tareas adicionada al estrés natural causado por la amenaza de la enfermedad.
Si bien el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social ha tratado de que se mantenga como opción viable, la realidad es que no acaba de cuajar, en parte por resistencia de las administraciones, y también porque las
particularidades económicas, culturales y hasta tecnológicas de Cuba no acaban de favorecer un modelo como ese.
En cuanto a las madres, las particularidades son muchas, nos vemos metidas de cabeza en el teletrabajo cuando falla la red de apoyo social, o cuando sencillamente los niños enferman. Y eso puede suceder muchas
veces en un año.
Hay direcciones más o menos comprensivas, trabajos que se pueden hacer o no a distancia, pero me atrevo a decir que no resulta fácil para ninguna madre (o padre) que deba trabajar en casa mientras cuida a sus hijos,
independientemente de su profesión u oficio.
Al final queda la sensación de que todo se hace a medias y mal, no se queda bien con los niños ni con los jefes; pero lidiar con la imperfección y lo imprevisto es una exigencia de la maternidad.
Si algo bueno puede sacarse de esas jornadas que llegan a ser frustrantes es la posibilidad de compartir más tiempo con los niños, aprender a discriminar tareas, a ocuparse de lo esencial, y a gestionar mejor las emociones. Y, claro, a aprovechar más los espacios de realización personal cuando podemos acceder a ellos con normalidad.
Nuestra prole crecerá, algún día volveremos a trabajar sin el sobresalto de no saber si mañana volveremos a la oficina ni con el horario de cierre del círculo condicionando toda la jornada; pero, mientras, no hay que renunciar a aprovechar el potencial de la juventud en función de los proyectos laborales: la cuestión es organizarse con flexibilidad, sin perder la alegría ni la capacidad de perdonarnos cuando irremediablemente la situación nos sobrepasa.
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