Somos los seres humanos quienes dotamos de significación a las fechas; y, sin embargo, aunque sepamos que esos parteaguas, que esos límites, son apenas formales, no podemos sustraernos a su poder sobre nosotros.
Así me sucede sobre todo con el fin de año, tiempo de la felicidad nostálgica. Disfruto los olores, la alegría de la gente, los ritos...
En ello tiene mucho que ver mi familia y lo que viví en la infancia. Recuerdo que ver a mi mamá sacando las maletas del arbolito de Navidad y armando poco a poco el esqueleto verde de ese gigante ruso se parecía mucho a la magia.
Bolas enormes de cristal, brillos, figuritas. Cada año todo era igual de nuevo y emocionante.
Estaban además los regalos, que no eran importantes por su valor material -jamás fueron rimbombantes- sino porque siempre pensaban en hacerme feliz.
En mi memoria afectiva quedaron para siempre una mochila transparente con Piolín estampado, y otra vez en que metieron cajas dentro de cajas y yo me puse tan brava por el ardid que me negué a seguir el juego.
- Consulte además: La familia y el fin de año en Cuba
Hubo ocasiones en que hicimos intercambios de regalos, y el proceso de describir al amigo secreto era mejor que el presente.
Jugar a la escoba, a la silla, hacernos una foto las tres hermanas, brindar a las doce, botar un cubo de agua "con lo malo"; todo aderezado con el sabor inigualable de la comida de mi mamá (ella siempre piensa que no va a alcanzar, y luego terminamos comiendo las sobras hasta el día 2).
Así la mesa se fue expandiendo con nuestras parejas, con los hijos, pero lo que no se ha perdido jamás es el espíritu de compartir en familia un momento de balance natural de lo que hemos sido y lo que seremos.
El fin de año no es solo la cena de Navidad y del 31, es el barrio inundado de músicas diversas, las risas, las conversaciones, la sensación de que el rumbo tormentoso de la vida se ha detenido por un rato.
Aunque mis hijos son muy pequeños, me hace ilusión compartir con ellos esos momentos. Mi primer fin de año como madre, recuerdo que a las doce fui a besar la cabecita de mi bebé, a desearle cosas buenas y agradecerle por existir.
Ahora en casa tenemos un arbolito que ya ha soportado estoicamente los ataques indiscriminados de Amalia y Abel, que al parecer también están seducidos por esa confluencia de colores.
Pronto nos iremos a Matanzas, y ya estoy contenta porque sé que mis niños serán muy felices arropados por la familia grande, y no hay nada que me haga más plena que la felicidad de ambos.
Crear recuerdos hermosos para ellos es ahora mi trabajo, uno que asumo gustosa y consciente. Ojalá en el futuro llegue diciembre y una sonrisa se les dibuje en los labios. Habré cumplido.
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