Por: Ana Martha Panadés
La solidaridad viene en el ADN de los cubanos. Nos distingue y nos enorgullece. Y no es que sea un cliché. El incendio ocurrido en Matanzas —como mismo atenazó el pecho— confirmó que no solo con espuma y otros productos químicos se logró sofocar el fuego. Cuando el calor y el humo oscurecieron todo, se encargó de recordarnos que gracias a ella se ganan las batallas.
Unos más cerca de las llamas y el resto apoyando en lo que hiciera falta: sangre para los pacientes con quemaduras, alimentos, ropas y medicinas para las personas evacuadas, medios de transporte, mensajes de aliento…
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Con el bebé en brazos la mujer espera casi una hora para comprar helado mientras en la cola nadie se inmuta; cuando le llega el turno toma las barquillas y se aleja. El resto de las personas sigue pendiente de la venta, sin reparar en el brillo de los ojos del niño y la impotencia de la madre.
En el portal del Banco Popular de Ahorro, la anciana pregunta si hay prioridad para los jubilados y el hombre de unos 40 años responde tajante: “Es la misma cola”. “Es que estoy operada del corazón”, intenta explicar la señora. Y otra vez el tono cortante: “Si no tiene carné de impedido físico no va a pasar”. Todos callan y otorgan.
En la farmacia, en la bodega, en las tiendas, en las ferias, en el área de espera de un policlínico, en una oficina de trámites es real la necesidad de adquirir los productos o acceder a un servicio. ¿No importa a qué precio?
Y no me refiero solo al costo económico, que anda por las nubes a causa de los efectos de la inflación y el desabastecimiento; sino, además a las otras secuelas de la escasez y sus manifestaciones de egoísmo, insensibilidad, indiferencia, maltrato y hasta de chapucería. Todas ocasionan malestar y estimulan actitudes opuestas a la solidaridad, un valor que en esta isla —de tan arraigado— es símbolo de cubanía.
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La sensibilidad, su hermana gemela, constituye el mejor antídoto contra este fenómeno que no puede naturalizarse pese a las angustias cotidianas. Se define como interés, preocupación, colaboración y entrega generosa hacia los demás. Ponerse en la piel del otro, añadiría.
De su significado se infiere que va más allá de la simple aceptación para animarnos a actuar y nunca ser cómplices del irrespeto, la mala atención, la desidia y la arrogancia, actitudes que proliferan lo mismo en una cola, que en dependencias del Gobierno y en la consulta de un hospital, donde —lo hemos vivido todos en carne propia— una sonrisa y el trato amable reconfortan muchísimo.
Y si queda claro que en momentos cruciales no hay seres más humanos y participativos que los cubanos, en el día a día la sensibilidad escasea. Se agota como cualquier artículo de alta demanda; desfallece por el estrés, los apagones, o en medio de la prepotencia y el individualismo.
Se encuentra ausente también entre no pocos funcionarios públicos o de quienes laboran en oficinas de atención a la población. Allí, detrás del buró, hay hasta quien disfruta mentir, complicar trámites, trabar soluciones y sepultar la esperanza de personas que esperan por decisiones trascendentales. Necesitamos mirar un poco más a los ojos y al alma de los otros para que el verbo servir recupere su nobleza, como reclamaba hace poco el periodista Reinaldo Cedeño.
En la lista de insensibles no pueden faltar algunos choferes que no recogen pasajeros en las carreteras o lo hacen de mala gana; los que “resuelven” siempre porque no respetan el orden en una cola o aparece un “socio”, mientras a embarazadas y ancianos se les niega cualquier prioridad.
Duele en particular el maltrato a nuestros abuelos en la calle y también en el hogar; porque, dejemos claro, la insensibilidad casi siempre nace puertas adentro a través de expresiones y comportamientos que los infantes aprenden de los mayores, incorporan, y luego reproducen.
Esta falta de nobleza hace daño en un país donde el espíritu solidario ha contribuido a forjar la propia memoria de la patria desde la fraternidad tallada en la manigua hasta el internacionalismo de los cubanos. A lo largo de la historia sobran evidencias de que la generosidad nos ha salvado como nación y como pueblo. Ahora no puede ser diferente.
Ante las urgencias del país en el orden económico, productivo y social no olvidemos entallarnos los valores que nos distinguen como seres humanos auténticos, creativos, emprendedores, pero también altruistas y solidarios. Que la sensibilidad no pase de moda.
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