martes, 24 de septiembre de 2024

Las muertes que mató mi padre

Las ausencias de lo que siempre estuvo ahí, de lo que siempre dimos por hecho, por inamovible, paradójicamente son las que nos revelan que estuvieron y cuánto valían, cuánto valen...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 19/06/2022
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Comprensión
Mi padre, como lo hizo el suyo, también me regaló el sentirme orgulloso de él. (Tomada del sitio elaticodelalma.wordpress.com)

No se trata de la foto que después fue al cuadro y luego terminó en la pared ni de los apellidos que una mano desconocida te anotó en el registro. Se trata de cosas menos rimbombantes que solo la ríspida soledad de la adultez desclasifican. Las ausencias de lo que siempre estuvo ahí, de lo que siempre dimos por hecho, por inamovible, paradójicamente son las que nos revelan que estuvieron y cuánto valían, cuánto valen.

La relación de mi padre con mi abuelo siempre fue rara, tensa. Pocas veces los vi abrazarse de manera limpia, sin algún resquemor. Uno siempre se sintió en el derecho de recordarle al otro que había llegado primero y el otro nunca le perdonó que le hubiera hecho sentir toda su vida que había llegado después.

Entre tiranteces, orgullos e inquinas, lucían más como diplomáticos de dos países con relaciones bilaterales inestables que como familia, y como buenos diplomáticos, sonreían a ratos, pero nunca se decían todo lo que llevaban dentro, hasta que la cuerda se tensaba tanto, que solo quedaba explotar.

Pero los conflictos, al igual que los internacionales, jamás se resolvían. Quizás no supieron plantearse preguntas correctas para sus problemas y se desgastaron, en vano, en falsos conflictos.

Un día abuelo murió y al otro papá se descubrió envejeciendo un poco y pareciéndose increíblemente a su padre. No es que le sorprendiera tanto. Papá siempre alababa las enseñanzas que abuelo le había transmitido, pero a sus espaldas: el amor al trabajo, la soberbia de no rendirse, el cuidar a los suyos.

Además de estas cosas, mi abuelo le dio a mi padre su mismo nombre y esa es una marca demasiado fuerte. Mi abuelo era comerciante, inventor de lo inventable. En cualquier negocio de barrio en el que mi padre dijese su nombre alguien aparecería con un comentario sobre mi abuelo.

Más de uno saltó para decirle:

—Tú no sabes cuánta hambre le mató tu padre a mi familia.

Y papá se enorgullecía de eso, claro que se enorgullecía, pero jamás se lo comentó, nunca se atrevió a decirle:

—Me hace feliz que haya gente regada por ahí diciendo que te quiere.

Ese quizás fue el mayor regalo de mi abuelo, el orgullo de ser su hijo. Un orgullo casi invisible.

A mi padre y a mí los años también nos han pasado un poco la factura. A él, como a mi abuelo, también le molesta a ratos que quien llegó después no acate lo que dice el que llegó primero. A veces, también lucimos como cancilleres de la dignidad de dos Cubas enemigas. Pero sería muy ruin de mi parte decir que eso es lo primero que me viene a la mente cuando pienso en mi padre.

En estos días, mientras deliraba de la fiebre en solitario, reparé en lo vulnerable que era y, fundamentalmente, en que nunca me había sentido así de vulnerable. Y es que fiebres había tenido muchas, pero solo jamás había estado. Ya fuera lanzándome jeringuillas a las nalgas o amenazando con suturarme una herida a sangre fría, ya fuera guiándome entre los olores raros de un hospital o alcanzándome a la cama un vaso de agua con el medicamento… ahí había estado él.

Nadie calcula lo que vale ese vaso de agua cuando no tienes fuerzas para despegar la espalda del colchón. Yo nunca había soñado, en el delirio de la fiebre, que estaba a punto de morir de sed.

Mi padre también me dio su nombre y esa es una marca demasiado fuerte. Ayer, mientras me realizaban unos exámenes médicos, el doctor me pidió el nombre para anotarlo en el papel donde había puesto los resultados. Al escucharlo, fue como si hubiera recibido un golpe. Entonces recitó el nombre completo de mi padre, me ayudó a colocarme el pulóver y me dijo:

—Yo sabía que tus ojos me eran familiares. Yo soy del año de tu papá. Estudiamos juntos.

Mi padre, como lo hizo el suyo, también me regaló el sentirme orgulloso de él. Más de uno se me ha acercado para comentarme:

—Tú no sabes la cantidad de muertes que tu padre me ha matado.

En la primera página de una agenda preciosa que hay tirada en uno de los libreros de la casa, hay escrito a pluma: “Para el doctor Mario, salvador de hombres”.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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