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jueves, 28 de noviembre de 2024

La historia oculta de las fosforeras(+Fotos)

Nadie calcula el valor exacto de esa chispa, de esa diminuta llama. Nadie piensa, por lo general, en lo terrible que resulta verse, de pronto y en mitad de la noche, cuando todo cierra, sin qué encender el fogón, sin qué flamear la vela...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 30/12/2022
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Manos de Juan Antoio
Las manos de Juan Antonio en su trabajo (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora) (Pedro Pablo Chaviano Hernández / Cubahora)

—Vamos, vamos, que hay juventud y temperatura para trabajar —dice Juan Antonio Robert Batista a sus ochenta años, ante el primer cliente que lo espera. Es lunes 26 de diciembre de 2022 y corren los días más fríos de este inicio de temporada invernal en Cuba. Más tarde, Juan Antonio confesará que prefiere el tiempo de calor, donde no se le queman tanto las manos, pero ahora no puede decirlo, porque hay que engañar a la mente, al cuerpo y al espíritu santo si hace falta para arrancar con buen pie, porque Juan Antonio sabe, mejor que cualquiera, de hecho, que trabajar no puede ser una tortura.

De un garaje con frontón algo destartalado arrastra su mesilla de fosforero y la coloca al dorso de un kiosco de ventas. Esta plaza está rodeada de kioscos que venden exactamente lo mismo, exactamente al mismo precio. Confituras, pizzas, cervezas por cajas y cigarros… todo idéntico en forma, contenido y costo, como si todo saliese de los mismos lugares, como si todo lo hicieran las mismas manos, como si todo fuera a parar al mismo bolsillo. Las excepciones, esas que rebajan unos pesos a lo que venden, yacen más al fondo y más vacías.

En medio de esta algarabía de reparto, Juan Antonio ocupa un rincón de espaldas al mundo de las reventas y hasta coloca una cinta negro—amarilla, de las que universalmente indican: “no pase”.

Una mesa de fosforero como tal no existe en el mundo de la merca. Las mesas de fosforeros son “talladas” al estilo y las facilidades de cada cual, al “como se pudo”. Las mesas de fosforeros, por tanto, son únicas e irrepetibles entre sí.

Resulta simbólico que Juan Antonio coloque su puesto de trabajo manual de espaldas al entorno de las producciones en serie. El oficio artesanal del fosforero está condenado al bajo costo, máxime cuando a pocos metros, en bultos que se repiten una y otra vez, se ofrecen fosforeras casi desechables por cien o ciento veinte pesos. Juan Antonio tiene que arreglárselas para que la gente prefiera reparar, antes que tirar al cesto y comprar otra vez.

Un hombre también mayor explica que esto como tal no es una feria. Dice más: “nosotros no sabemos lo que es una feria”. En las ferias de verdad, asegura, hay muchos precios con tal de que la gente compre. Cuenta que hace años, antes de que cayera el Campo Socialista, estuvo en Budapest, Hungría, adonde fue a formarse como mecánico automotriz. En una calle, vio como alguien se deshacía de una jaba repleta de fosforeras. Esperó a que no lo estuviesen mirando, las recogió y las llevó todas a arreglar. Luego, fue a una gran feria de gitanos y allí las vendió todas. Las ferias de gitanos son impresionantes, inmensas, y se encuentra de todo a cualquier precio, explica.

Hombre narra su experiencia en Budapest (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora).

Frente al puesto de Juan Antonio, se ha formado un grupo nutrido de personas que esperan turno. ¿Por qué vienen? ¿Por qué esperan? ¿Por costumbre? ¿Para conversar con Juan? ¿Porque resulta más barato? ¿Porque uno le toma cariño lo mismo a un gato, que a un perro, que a una fosforera? ¿Porque esta es la mía y es con ella hasta que aguante?

En realidad nada de esto importa mucho, lo verdaderamente relevante, lo que convierte a Juan Antonio en uno de los tipos más útiles, reconocidos y necesarios de la zona, es que nadie sabe la falta que hace el fuego hasta que falta.

Nadie calcula el valor exacto de esa chispa, de esa diminuta llama. Nadie piensa, por lo general, en lo terrible que resulta verse, de pronto y en mitad de la noche, cuando todo cierra, sin qué encender el fogón, sin qué flamear la vela, sin qué prender cigarros. Mientras continuemos así de dependientes del fuego, mientras nos encariñemos tanto con las malditas fosforeras o no tengamos para pagar una por mes, el bueno de Juan Antonio será más útil que el papa y tendrá fila.

Interludio matrimonial

—Yo ya llevo 56 años de casado. Ayer los cumplí. Le decía a la mujer: “¿Te acuerdas?”. Y estaba así mismo el tiempo. Con frío, lloviznando. Eso es una cadena perpetua — se sonríe Juan Antonio. A veces se sufre, pero se goza.

Un señor con boina le responde…

—Yo estuve casado 50 años, pero me quedé en el camino. Se me fue la vida. Ni puedo hablar de eso, porque mira cómo me pongo —le tiembla el rostro. Mi hermana, mi compañera, mi amiga.

Horas después llegará una pareja de ancianos y comentarán que hace unos días también cumplieron 56 años de casados y le darán a mano a Juan Antonio y se felicitarán mutuamente. Parece que algo pasa en invierno, que la gente se siente sola, enamorada, alegre o triste y acaba tomando decisiones definitivas.

 Ancianos dialogan sobre vida matrimonial (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora).

¿Cuándo y cómo?

—Después de que me retiré tuve que coger esto porque el retiro no me daba. Fui jefe técnico de Mecanización en contingentes de la construcción. Me retiré en el 2002. Cuarenta años de servicio entre grúas, bulldozers, cargadores, escavadoras y hasta martillos neumáticos.

—¿Con qué frecuencia trabaja?

—Menos los domingos, casi todos los días. Llego por la mañanita y me voy sobre la una o las tres. Hoy me cogió un poco tarde.

—¿Cómo aprendió?

—¡Empírico! Cuando me retiré estuve haciendo guardias en un agro. Allí había dos fosforeros. Me puse a mirarlos y a mirarlos. Ellos me fueron dando confianza. La necesidad obligaba. Ese es el mejor látigo que hay. También estuve haciendo guardias en una clínica veterinaria. Pero no podía con esas malas noches.

El sueño de ser mecánico

El sueño mío de niño era ser mecánico. Soy de Guantánamo, de la ciudad. Nací el 17 de enero de 1942. Mi padre era trabajador ferroviario, fogonero, y mi mamá ama de casa; tú sabes que en ese tiempo decían que la mujer era para la casa y ya.

De mis abuelos no puedo hablar mucho, solo conocí a mi abuela materna. Mi abuelo, su esposo, fue mambí del Ejército Libertador. Era de los alrededores de Santiago de Cuba. Mauricio Batista se llamaba. Mi difunta madre me hablaba mucho de él. Ella era pensionada por ser su hija, pero bueno, los gobiernos de turno pagaban cuando querían. Mi abuelo murió en el 28 o en el 30. Yo de muchacho iba con mi mamá al Centro de Veteranos a averiguar por la pensión.

Empecé a los 11 años a vender revistas Bohemia. Los sábados eran los días buenos porque llegaban Chic, Vanidades, Cinegráfico, Ellas… en fin, revistas de moda. La Bohemia llegaba los jueves. Por cada revista me ganaba un medio. Valían 20 centavos por lo general, a no ser en fin de año que venían las ediciones extraordinarias que resultaban más gruesas y costaban 40 kilos.

Los sábados y los domingos también limpiaba zapatos, a medio por cada persona. Me ganaba dos pesos y pico al día. Por estos tiempos de fin de año me juntaba con un amigo, Campa de apellido, le decíamos Chicho, y nos buscábamos una contratica de pintar casas particulares. Ahí ganaba un poco más.

 Mesa de fosforero (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora)

El sueño mío era ser mecánico y a La Habana llegué como tal. Mi papá me puso a aprender con un tío, pero no había mucho trabajo. Ahí se arreglaba carros de los años 20, de aquellos muy viejos. Después pasé para otro taller donde aprendí más. Iban carros mejores; los dueños por lo general trabajaban en la base naval.

Al venir Yuri Gagarin, en Guantánamo hicieron una movilización de jóvenes y me trajeron a La Habana. Cuando vi la capital dije: “¡Coñóóóó!”. Regresé a Guantánamo y me pasaba el día repitiendo: “La Habana, La Habana, La Habana…”. Mi mamá me decía que estaba enfermo, que donde tenía que estar era allá, en Guantánamo, con ellos. Pero me tracé un objetivo y cuando agarré el sexto grado vine.

Antes de la Revolución yo solo pude llegar a cuarto grado. Estuve en escuelas privadas, pero mi papá no tenía dinero para seguir pagando y la escuela pública la cerraron.

Yo digo que soy guantahabanero, porque solo estuve allá hasta los 21 años. En febrero del 63 empecé a trabajar en Vivienda Campesina, en la parte de los equipos. Aquello estaba en el reparto Abel Santamaría, en el Wajay. Ahí me quité yo los ariques. Los habaneros me formaban tremendo lío: que si nagüe esto, que si nagüe lo otro.

Fue una escuela para mí. Había buenos dirigentes. Imagínate que éramos 400 y pico de trabajadores y los dos de Personal conocían el nombre y el número de cada uno de nosotros. La mayoría de los jefes de área habían sido desmovilizados de la Marina. Eran gentes que sabían trabajar, sabían dirigir y además te enseñaban. Y no se ganaba tanto, pero sí se trabajaba.

¿Si no se ganaba tanto cuál era el estímulo para trabajar?

En esa época tener un trabajo ya resultaba una satisfacción para el hombre trabajador. Y se cuidaba el trabajo. Había respeto al trabajo.

Casi nunca tuve relaciones con los vecinos, por el trabajo mismo. Me iba de madrugada y no regresaba hasta las siete de la noche. En la Industria de los Materiales eran 15 días afuera y cinco de descanso. Eso era desde Guane hasta Baracoa. Después, cuando la Industria pasó al Ministerio de la Construcción, estaba en el grupo de equipos, pero en la parte de supervisión.

Hubo un momento en que necesité con más fuerza un techo y me apunté en la microbrigada. Tuve la suerte de construir el edificio donde vivo, aquí en Altahabana. Empezamos a finales del 73 y terminamos en el 75. De ahí nos movilizamos para construir la escuela primaria Antonio Maceo, que hoy está al fondo.

Las guerras

A mí me llaman para Angola un 16 de enero. Pensé que se trataba de un telegrama de los viejos por mi cumpleaños, que era al otro día.

Estaba pasando el primer semestre de Ingeniería Mecánica en la Cujae, en Curso para Trabajadores. Ya tenía un técnico medio en Mantenimiento y Reparación de Equipos de Transporte que había hecho trabajando también. Lo mío fue una odisea para llegar hasta allí. Te dije que llegué de Guantánamo con sexto grado nada más.

Hice la secundaria obrera en el Cotorro, mientras trabajaba en el Wajay. La escuela empezaba a las ocho de la noche y terminaba a las diez y media. Después me cayó un curso de nivelación para entrar al Tecnológico. Estaba en Oficios 104, en La Habana Vieja. Empezaba a las siete de la tarde.

Yo me levantaba a las cinco de la madrugada e iba para el Wajay a trabajar. Allá había condiciones, así que me bañaba en el mismo trabajo e iba directo para la escuela. Salía a las 10:45 de la noche y a las 11:05 partía una ruta desde Amistad y Dragones que llegaba hasta San José de las Lajas.

Salía de la escuela desprendido con otro compañero. Ese sí me daba ánimos porque vivía en Aguacate. Era mayor en comparación conmigo. Yo a veces me quedaba dormido en la guagua y llegaba hasta lo último del camino sin darme cuenta. El cansancio… Era muy difícil, pero cuando salí de Guantánamo me había dicho que yo iba a ser alguien.

***

Para Angola fuimos en avión el 25 de marzo, aunque regresamos en barco. Teníamos miedo los primeros días, pero ya después no. Los hombres que relevamos nos habían asustado con la serpiente tres pasos.

Estuve dos años, del 77 al 79, como jefe de escuadra de máquinas ingenieras. La unidad mía tenía tropas, pero era una unidad de ingeniería. A mí me movilizaron como zapador y todo mi entrenamiento fue de eso. Pero cuando llegué allá y vieron mi perfil, me dijeron: “No, tú vas para mecanización”. Ser zapador es peligroso, pero quizás no tanto como ser infante, porque el zapador sabe dónde está el peligro.

Estaba de jefe de escuadra, pero también manejaba los equipos, porque nada más tenía dos bulldozeros y había como cinco o seis bulldozers. Yo me montaba y me ponía a trabajar, a hacer emplazamientos de armas, carreteras... a veces el jefe me decía: “Tienes que levantar más esto. ¿Tú estás con los surafricanos o qué?”.

Juan Antonio (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora)

Había partes del terreno que eran duras. Yo cogía la excavadora Jumbo y con esa hacía la excavación rápida. Las Jumbo son francesas. De los mejores equipos que han entrado a Cuba. No porque yo la haya manejado, sino por el criterio de muchos constructores que yo conocí.

De nuestra compañía casi nadie murió, solo dos compañeros por los ataques de la aviación. Hubo una misión a la que a mí me hubiera gustado ir. Nosotros estábamos como a 82 kilómetros de Lubango, la capital de la provincia. Los compañeros míos fueron a la frontera sur, a casi 500 kilómetros de distancia. Estuvieron como siete días de exploración, se actualizaron sobre dónde estaban las minas e hicieron nuevos campos.

El cuerpo de esas minas eran de madera y allá en África hay unos comejenes que son del tamaño de esta fosforera. Se comían la madera pero el mecanismo seguía ahí. Esa frontera estaba repleta de minas.

La unidad yacía en una casa grande que había sido de un portugués. Los campesinos, los quimberos, le cuidaban las reses porque decían que iba a regresar. Fíjate el miedo y el respeto que le tenían. Fueron muchos siglos de colonia. Tú veías a la gente pastoreando 50 o 60 cabezas de ganado y te explicaban:”No, no, eso es del señor, que va a volver”.

Yo vi cómo había gente que cambiaba niñas, jovencitas, de 12 o 15 años, por vacas. Una niña por dos bueyes. Eso sí lo vi yo. Nadie me puede hacer un cuento.

 El puesto de Juan Antonio (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora)

Cuando llegué de Angola ya los muchachos estaban grandecitos y había que atenderlos. Mi esposa se había encargado sola de ellos mucho tiempo. Por eso no seguí en la Universidad.

Entré al Contingente 6to Congreso [del Sindicato de la Construcción] para levantar una parte del hospital Miguel Enríquez. Ahí el negro lo que soltó fue… Yo estaba de martillero con el Chipijama. Había que picar 400 y tantos pilotes y descubrir las cabillas para hacer la base.

Terminamos el Miguel Enríquez y fuimos para el aeropuerto de Varadero, el Juan Gualberto Gómez. Yo estaba encargado de los papeles, pero después de que terminaba tenía que ir para la pista a acopiar materiales, a terminar la torre de control, a seguir ayudando de alguna forma… y así.

¿Se siente satisfecho con su vida?

A parte de todos los problemas, lo único que a mí me faltó fue graduarme de la Universidad, pero de ahí en fuera, por los caminos que transité, la vida me enseñó mucho. Yo me propuse que mis hijos fueran mejores que yo. El mayor mío es máster en Educación. El otro, a pesar de ser más inteligente, no quiso seguir estudiando y se hizo técnico en refrigeración. Además de mis dos hijos varones, tengo cuatro nietas y una biznieta.

***

Jóvenes disfrutan el fin de año entre amistades (Pedro Pablo Chaviano/ Cubahora)

El fin de año acentúa el movimiento de la calle. En la acera de enfrente un grupo de muchachos conversa sobre música de reparto y se hacen fotos. Nuevos carretones se han acercado para vender mazorcas de maíz, viandas, granos…

Un viejo pasa y saluda eufórico a Juan Antonio, como si no se vieran hace siglos, como si no se vieran desde ayer. Quizás el frío adormece también el tiempo. “¿Qué tal?”, le dice el viejo y Juan Antonio le responde desinhibido con una frase que podría tener mil interpretaciones:

—Aquí, luchando por la vida.


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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