Me despertaba a las 7:10 a.m. y su voz le hacía coro a la televisión: “amanecer feliz, sonríele a la vida así”. Café con leche en mano y la advertencia –bien sabía por qué decirlo-: “ten cuidado no lo vires”. Mientras lo tomaba, medio dormida todavía, ella me ponía los zapatos. La mochila estaba lista, el desayuno en la mesa y el uniforme planchado.
En la puerta, la bendición y la cartilla de siempre: "ve despacio en la bicicleta. Cada vez que corres me entero". Es cierto, no sé cómo alguien siempre me veía y le iba con el cuento: "Sealy bajó como una flecha esta mañana". Igual rutina hasta que tuve 18 años y un mar entre las dos. Ella en la Isla pequeña, yo en esta Habana de todos.
Extraño a mamá cuando amanece y me despierta mi alarma y no su canto, la extraño cuando tomo un helado delicioso o como un tamal, cuando veo bailarinas flamencas, o cuando tengo que comprar algo con mi habitual indecisión. La extraño cuando pienso en el deseo de darle tres nietos y en la lista de cosas que anhelo hacer con ellos y que delata la madre que quiero ser, gracias a la que ella es.
¿Lo lograré? Apenas puedo imaginar.
He visto madres llorar por un hijo enfermo de malas decisiones, y su llanto me ha abrazado pidiendo perdón por ser llanto. Les he visto lágrimas a madres con niños recién diagnosticados con autismo, a madres luchando con la impotencia de quien desea resolver la vida de su criatura, pero sabe que los golpes son necesarios.
He visto madres que aún no son madres dando la batalla por tener un milagro en el vientre. Las he visto no rendirse, echar mano de su fe y andar con la mirada puesta en el cielo.
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He visto madres que no son mis madres robar mi corazón con un beso en mis cabellos tras servirme de su sazón y decirme: "me tengo que ir, que te traigan otro día con más tiempo para conversar". A Margarita, por ejemplo, no la he visto más, sin embargo, cuando uso el sobretodo que me regaló, siento que nos abrazamos.
He visto madres cruzar un océano para oler de nuevo los cabellos de su hijito, lastimadas de ausencias, llenas de insomnios con tal de verles la sonrisa del otro lado de una pantalla de celular.
He visto madres para las cuales ese bendito cordón umbilical ahora es el espíritu. Cambió, pero nunca se perdió. A una de mis madres más amadas le escuché decir un día: “la maternidad es una escalera que vamos subiendo, pero ya no sabremos cómo bajar. No estamos listas para renunciar a ustedes”.
Será por eso que, cuando vuelvo de visita a casa, mamá me sigue arropando con un beso de buenas noches y, al amanecer, yo sigo esperando su voz para comenzar la vida.
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