La Navidad significa unión, afecto, familia. Pero más que nada, se trata de un momento en el año en el cual se hace el recuento de los sucedidos, de las metas cumplidas, las que no hemos llevado a cabo, los sueños, las frustraciones. Con los años, esta fecha se ha ido desmitificando, perdiendo su original núcleo semántico: la venida al mundo de Cristo. Y es que Occidente ha hecho que todo en torno a la Navidad tenga un peso mercantil, materialista. En el norte global, además, hay tradiciones que no son propias de los países que surgieron del tronco hispano, pero que se globalizan. Mientras que en América Latina, eran comunes los Reyes Magos, la representación del nacimiento del niño en Belén, las misas de gallo; en los Estados Unidos están Santa Claus, el arbolito (de origen totalmente pagano), los trineos, las tiendas llenas de regalos. ¿Cuánto de dominio cultural, de simbología política hay en uno de estos elementos de la Navidad que no provienen del hispanismo?
Aún queda mucho por decir sobre estos días, máxime porque en el fárrago de las bebidas, las cenas, los gritos navideños, los villancicos, obviamos al hombre que se recuerda: el Jesús pobre que predicó el amor entre los seres humanos y fue asesinado por ello. Esa y no otra debiera ser la cuestión. Ese mismo que cuando se sacralizó, también fue mitificado, transformado en un símbolo de poder del sistema. Al Cristo igualitario, al que partía el pan entre todos, hay que tenerlo en las cenas de Navidad. Sin embargo, lo que vemos en las televisoras es una especie de competencia en torno a cuál árbol es más alto y tiene más luces, qué tienda es más lujosa, qué personaje hace las excentricidades en público. Alejarnos de la esencia pareciera ser la orden de estos días, posar ante las cámaras con los regalos, con la comida opulenta, pero olvidarnos de que mucha de esa pompa es falsa y que en todo el mundo hay gente malnutrida, olvidada, en silencio.
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La Humanidad acaba de salir de una pandemia global y celebra con bulla una Navidad que no es para todos, como no lo fueron las medicinas, ni los implementos de la salud, ni los hospitales. Aun así, los villancicos hablan hipócritamente de una “noche de paz”. Todo eso cuando los cañones en Ucrania y en medio mundo siguen disparando, cuando los soldados y sus superiores preparan asaltos en medio de la noche, quizás usando la misma ocasión navideña como señuelo, para atrapar a su enemigo. En la Primera Guerra Mundial fue famoso el momento en el cual los soldados de los frentes en pugna desobedecieron a sus jefes y jugaron fútbol, celebraron la Navidad y cantaron canciones alegóricas. Hoy, la muerte, el dolor y la sangre siguen imparables, a nadie se le pasa por la cabeza que eso pudiera cambiar. Se ha normalizado el odio. En trincheras aún más horrendas que las del pasado mueren las esperanzas de un mundo realmente cristiano, en el sentido del Cristo original.
Y es que el Nazareno no está presente en las trasmisiones televisivas opulentas, en el gasto desmesurado, en los arbolitos llenos de luces, ni en los anuncios comerciales. No lo vamos a ver allí, sino en los ojos de la desesperación, de la miseria, del hambre, de la enfermedad. Esa es la verdadera misa que nos ocupa, que nos interpela y que reta cualquier tipo de hipocresía o de doble moral. En un mundo adolorido, Cristo no puede celebrar, ni va a estar alegre, no se va a montar en el trineo con Santa Claus. Él debe quitarse los clavos y venir desde su cruz, ayudarnos a cargar nuestro peso o liberarnos totalmente de tales dolencias.
Se nos dirá que la Navidad es para reír, para el gozo y la gula, que somos unos aguafiestas por no verlo de esa manera. Pero todo ello solo silencia lo que es real, solo acalla al que sufre, solo obvia al que ni come ni bebe. Por eso, quizás, el norte global quiere que olvidemos el nacimiento y sus representaciones, quiere que adoptemos el trineo, el arbolito, porque toda esta simbología niega al Jesús incómodo, al Jesús que azota en el templo y que echa a los mercaderes. Las luces de neón de las ciudades en Navidad nada tienen que ver con el pesebre humilde, de paja, con el entorno pobre, pero hermoso del suceso de Belén. La promesa de purificación y decencia del Nazareno no cabe en las lujosas mansiones y las vidrieras repletas de cosas que pocos pueden comprar o que algunos compran endeudándose. Se nos pide olvidar a los Reyes Magos, porque en realidad no eran reyes ni magos, sino maestros filósofos del Oriente, que con su sabiduría le dieron un toque divino al niño recién nacido. Para los comerciantes, todo lo que provenga de lo alto, todo lo que brille con luz propia, será un enemigo. La estrella de Belén debe palidecer ante las bombillas del arbolito.
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Pero si ello sucede, entonces la Navidad deja de ser. Si algo hay que salvar de la fecha es precisamente el significado justo y humano de quien vino al mundo como salvador y ejemplo a seguir. A ese hombre, que fue de carne y hueso y que tuvo una impronta real, no se le debe esconder detrás de los oropeles que en su existencia él mismo condenó. No hay que comercializarlo, ni banalizarlo, sino seguir su camino de martirologio y de luz. No es el Jesús de los altares, sino el que anda con nosotros, nos recuerda que poseemos la misma dignidad y derecho y somos iguales y que como tal la felicidad debe ser para todos. Ese acto revolucionario, esa revuelta milenaria, que niegan las luces de neón. Esa idea que se acalla con los gritos en los anuncios, que se escamotea en los fuegos fatuos y que el mundo busca desconsolado en medio de palpitaciones de materialismo, de banalidad, de superficialidades.
La Navidad es nacer y para hacerlo hay que pasar por transformaciones, purificarnos, ser otra cosa de lo que hemos hecho. El cambio requiere de audacia, de buscar lo recóndito, del rescate de ese Cristo interior.
No está demás que se celebre, que haya alegría, pero tampoco que ayudemos al prójimo, que lo amemos, que cambiemos el odio por la lucha igualitaria y real en este mundo. El nacimiento como ese acto creativo hay que rescatarlo y no solo para representarlo en las puertas de un templo, sino para llevarlo adelante. Más que el arbolito, más que Santa Claus, hay una luminiscencia preclara que nos compele a lo mejor del ser humano. Y ese es el sentido del niño que vino al mundo hace más de dos mil años. Lo otro impuro se lo lleva el tiempo, es hojarasca.
Cuando encendamos este año el arbolito, cuando lo admiremos, tengamos presente que su luz no brilla más que la de la estrella de Belén, aunque los telediarios y los medios de la moda y la farándula nos quieran vender otra versión de la Navidad. Tal es la diferencia entre la luz del cielo y la de los hombres, entre lo sublime y lo imperfecto, entre el ideal y sus defectuosas realidades.
Aspiremos al ideal y hagamos que aparezca. Es más humano y decente que solo desear una feliz Navidad, cuando sabemos que muchos no son felices. Así le daremos a la fecha su real significado, el del nacer.
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