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sábado, 23 de noviembre de 2024

Martí, Cuba y la luz del mundo

Letra y sangre iban en la misma dirección y empeñó todo en que dicha praxis trascendiera el tiempo histórico…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 26/01/2023
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Estatua ecuestre de José Martí
Estatua ecuestre de José Martí. (Tomada de ACN)

José Martí es ese silencioso río que nos atraviesa. Rara vez en la historia se da la conjunción del héroe y el poeta en el mismo hombre. En nuestro caso no solo se trata del artista, sino de la persona que pensó un país que se concibe con todos y el bien de todos.  El ser que se representa en el mármol posee una esencia carnal que no se borra ni aunque la queramos poner en los panteones más ilustres. Cada 28 de enero, en las casas de Cuba, se recuerda al amigo de los niños, se recitan sus estrofas y hay hasta una lágrima a nombre de los sueños de amor y redención que él nos legara. Martí es un héroe romántico, de hecho de joven se inspiraba en los poemas de Lord Byron, quien luchara del lado de los griegos durante la guerra de liberación. Ambas figuras creyeron en una luz tan real como misteriosa, proveniente de regiones ocultas de una humanidad sufriente. Hay en los poetas esa comprensión otra de la vida, esa dimensión que se desmarca de la mediocridad y se marcha hacia un non plus ultra del espíritu y de las causas nobles y libertadoras.

Ese señor que dejó su huella en la poesía y la prosa no solo estaba haciendo una obra literaria, sino existencial. El Martí de los cubanos humildes y de los obreros de Tampa, de la gente común que no poseía nada o que detentaba muy poco. Hay una esencia evangélica en el proselitismo del Apóstol. No en balde se le llamó Maestro, como tantas veces en la historia se le ha hecho a otros grandes. El héroe posee una dimensión épica, mas el hombre hace que esos valores retornen al cauce del río de la patria y enaltezcan la colectiva savia de un país que aún se está haciendo a sí mismo. José Martí, lejos de ser un hombre consciente de su inmensidad, supo darse la misma importancia que cualquier humano. En la poesía colocó la causa libertaria y dijo inmensas verdades que aún permanecen en el empíreo de las ideas. Él es el sueño y, cuando se sueña, se hace en grande, se exagera, se va a la inmensidad del cielo. Ese es el Martí que conocemos, que amamos, el que nos otorga dignidad de pueblo hermoso, el que decía que hay musicalidad en la palabra cubano. En nuestros días se han debatido muchos conceptos referentes a la construcción identitaria de la soberanía. Pero más allá de circunstancias, lo que dijo el Maestro, lo que escribió, son iluminaciones que no pueden negarse. Aunque les caigan todo el tiempo del mundo, poseen actualidad. No es un patriotismo cualquiera, sino el de Cuba, el de una nación que es llamada a un destino universal de redención y de luces a pesar de su pequeñez física.

 

En Martí se respira esa contradicción entre el continente físico y su proyección metafísica. El hombre de cuerpo delgado y maltratado por los dolores de la causa contrasta con la frente pronunciada y con la obra que derrama elocuencia. En unas fotografías que publicara Bohemia del cadáver del Apóstol se nota la naturaleza incorrupta del hombre que ya llevaba varias horas difunto. En esa dimensión divina iba el que había dejado de respirar en este mundo, pero que traspasaba las eras reales e imaginarias de una nación que eternamente lo va a seguir.

 

Es cierto que a Martí se le idealiza, pero resulta que ello deviene correcto, necesario, perenne. Cuba requiere de su persona para tomar cuerpo y caminar. Los que nacimos y vivimos en la tierra que produce la caña hallamos en el hombre común al dios de las ideas y de las grandes proyecciones. Difícilmente se puede hablar de política en Cuba si no se mira en la misma dirección que José Martí. Aquí también, una vez más, está lo contradictorio. Mientras el Martí histórico existió, hubo contraposiciones a sus posturas, opositores y trabas, pero una vez realizado el viaje inmortal, todo se torna ejemplo, lustre, incluso mármol. La controversia entre el continente físico y el alma gigante nos va a marcar como pueblo, nos va a determinar como nación.

 

No venos un horizonte fácil en el martirologio de las ideas del Maestro. Hubiera sido muy sencillo habernos proclamado como un país más, pero en el caso de Cuba hubo además la intención de valladar de los pobres y los olvidados. El arquitecto de la libertad no solo quiso la ley formal que nos separara de las opresiones, sino que fue a la esencia y al dolor reales y nos llamó a una limpieza de las almas. Ese es el Martí de la justicia social, el que ve las limitaciones de los hombres, pero los impulsa a su mejor versión, al amor fraterno y a los ideales utópicos de un ser perfeccionado. El Maestro creía en la capacidad del cubano de regenerarse, de irse de las regiones que no son dignas en un ser humano de bien. Y por ello la obra del más universal de nosotros es también una especie de filosofía moral.

 

Poco importa que la posmodernidad diga que los héroes no son reales, Martí es un héroe que respira. Lo queremos así, en su caballo y con el pensamiento dispuesto. No nos creemos su partida de este mundo, sino que poseemos el proyecto de su república y lo tratamos de realizar en cada generación. Esa es nuestra utopía nacional. Los pueblos necesitan sueños, porque si no se les seca el ansia por andar. José Martí lo supo y lo dejó plasmado. Su heroísmo no reside solo en el acto arrojadizo de la caída en combate, sino en la savia a lo Lord Byron de morir por lo que creyó justo. Letra y sangre iban en la misma dirección y empeñó todo en que dicha praxis trascendiera el tiempo histórico. Su inmensa figura posee siempre la elocuencia del gesto y de la obra. La dialéctica entre lo pequeño del país y lo grande de las ideas persiste en el presente. Ello nos ha llevado a la búsqueda de una gloria que no es mundana, sino que va a la esencia de un ser mejor, que ansía un humanismo práctico, solidario, apegado a la sanidad del mundo. Su luz proyecta sombra sobre los menores que no lo siguen ni le creen, pero indica el camino a quienes asumen el reto de la inmensidad. Lezama habló, mucho después, de una isla infinita, que no cabe en la porción terrena que nos tocó. Esa metáfora comienza en José Martí y se refiere al proyecto poético de nación que seguimos siendo. Este es un país pensado desde los versos de los maestros y por ende tiene que asentar su fe en la musicalidad del nombre de sus hijos.

 

Si la posmodernidad lo niega, tendremos que afirmarlo, construirnos un sujeto duro y consciente de la Historia y sus funciones. En ese sistema de pensamiento, las intuiciones iluminadas del Martí héroe y poeta son herramientas insustituibles. Pocos pueblos poseen este privilegio, de hecho, tal es la savia que nos previene de las mediocridades, de los oportunismos y demás manchas que proliferan en este mundo. La luz del universo, que es siempre un impulso creador, indica que en Martí somos auténticos y vamos todos en la senda moral del destino. El héroe podrá ser una figura del Romanticismo o propia de las epopeyas antiguas, pero en el presente se le requiere, se le necesita como elemento sine qua non de la verdad de todos los pueblos. Y el nuestro tiene el valor del arquetipo y de la realidad, del continente físico y de la proyección metafísica que nos atraviesa.

 

El patriotismo, en manos de estas dimensiones, más que un amor a la tierra es un punto existencial del ser en esta Isla. José Martí está a la entrada de esos campos fabulosos y hemos de creerle a su letra y su talante. Se trata, a fin de cuentas, del hombre que viene a nosotros desde el mármol y se torna carne.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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