Decía el Apóstol: “Terrible es, libertad, hablar de ti para el que no te tiene”. Desconozco si él sabía de Martí y sus convicciones independentistas. Solo sé que aquel 28 de octubre de 1939 sería diferente para él. Los eventos que tendrían lugar ese día nunca serían olvidados. Su Checoslovaquia estaba de fiesta. 21 años del inolvidable momento en que emergió su nación y floreció durante décadas de prosperidad y democracia.
¿Jornada feliz esa? No. ¿Beatitud popular? Negativo. Todo ápice de alegría fue disuelto en marzo de ese mismo año. El huracán hitleriano devastó todo buen recuerdo de su Checoslovaquia adorada. Beneficiado por el Tratado de Múnich y el Protectorado de Bohemia y Moravia, el Führer birló aquella libertad y soberanía aparentemente inquebrantables.
Como a muchos, el descontento le corría por las venas. El peso del yugo nazi era demasiado para un pueblo siempre ajeno a esas viles políticas. ¿Pero qué podía hacer él, un simple estudiante de Medicina con 24 años a cuestas? Pues muchísimo. De eso se encargó la historia. No podía sucumbir, ser esclavo, siervo del reino del terror. Se encendía una llama inapagable en su interior, un espíritu de lucha de incalculables proporciones cuyo designio era devolver el color escamoteado a su patria.
Cien mil personas atestaron las calles del centro de Praga. Monumentos cubiertos de flores, ardientes los colores de la bandera checoslovaca, gritos de ¡Fuera Hitler! ¡Fuera alemanes! ¡Viva el Ejército checoslovaco! ¡Por una República libre! Y ahí estaba él. Valentía y sacrificio confabulados con la euforia juvenil de su rostro. No era un héroe. Nunca quiso serlo. Solo quería un futuro mejor para su país.
Su nombre…Jan Opletal. Desconocido entonces. Poderosa su carga simbólica hoy. Se encontraba cerca de la plaza Wenceslao, cuando un estruendo aterrador anunció la llegada de los soldados alemanes. Otro fragor retumbó. El impacto lo sintió en carne viva. Advirtió algo extraño en su vientre. Una mancha roja se expandía velozmente sobre su estómago. La dolencia era inminente y la penumbra nubló su mirada. Despertó en el hospital de Charles Square. Parecía convalecer, pero el padecimiento creció y batalló hasta fenecer al abrazo de la muerte el 11 de noviembre.
Cuatro días transcurrieron de su deceso. Silenciar a la juventud nunca ha sido un buen camino. La taciturnidad del pueblo dio paso a la rabia y, esta, reavivó la llama libertaria. Las que originalmente fueron honras fúnebres se transformaron en protestas en recordación a aquellos estudiantes de la facultad de medicina de Praga que conmemoraban la independencia de su país y protestaban contra la injusticia y la maldad. Jan, omnipresente, estaba ahí.
Pero el poderío nazi no se quedaría de brazos cruzados y esperó dos días más para desquitarse. Y llegó aquel funesto 17 de noviembre en que, decidido a mostrar su ferocidad, poco le importó arrasar la vida de otras nueve inocentes almas y, menos aún, el arrestar, golpear e incluso confinar a más de 1200 jóvenes indefensos a campos de concentración, cerrar sus universidades e incluso privarlos del estudio o el trabajo.
Pienso en la icónica frase de Fidel, aquella de un pueblo enérgico y viril que hace temblar a la injusticia con su llanto. Recuerdo entonces a Jan Opletal, un héroe cuya defunción no podía quedar impune y despertó más furor del que hubiera imaginado y en los otros nueve chicos, también brutalmente asesinados, todos símbolos para las generaciones posteriores.
El 17 de noviembre de 1939 es definitivamente perpetuado como una jornada sangrienta pero valiosa para la sociedad. No es de extrañar que la Unión Internacional de Estudiantes lo institucionalizara como un día de celebración y de voces estridentes para destruir todo ápice de execración, violencia e injusticia, con el estudiantado como líder en esa titánica empresa.
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