Estamos en pleno retorno a los peores tiempos de las tensiones entre Washington y La Habana, como parte indisoluble del secuestro, por la ultraderecha recalcitrante, de la política exterior de los Estados Unidos.
Basta una mirada universal para entender que un presidente ególatra y altanero como Donald Trump, carente de toda identificación con las prácticas que supone su investidura, ha puesto el desempeño externo de la primera potencia capitalista al servicio de viejas y sórdidas apetencias hegemónicas que ahora se hacen más públicas, vociferantes y agresivas.
Bastan los nombres de algunos personeros claves de esa camada, como el del tortuoso asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, el no menos visceral legislador Marco Rubio, o el resucitado jefe de operaciones contra Venezuela, Elliott Abrams, “condenado penalmente decenios atrás por mentir al Congreso sobre el escándalo Irán-contras y promotor de políticas intervencionistas en apoyo de gobiernos violadores de derechos humanos en Centroamérica”.
Y como decíamos, dentro de esa ofensiva reaccionaria global, ni pensar por un minuto que Cuba estaría exenta ni sería de las últimas en la lista de “oponentes” a hostilizar.
Donald Trump comenzó, muy tempranamente, por mostrar su ojeriza contra el proceso de normalización de relaciones mutuas iniciado a finales de la administración demócrata de Barack Obama, y para ello no tuvo reparos en congeniar incluso con el ya citado Marco Rubio, que denigró hasta el cansancio al hoy presidente en sus días de candidato republicano.
Pronto aparecerían los viejos insultos contra La Habana, se reduciría a casi cero la actividad de la embajada norteamericana en Cuba a cuenta de pretendidos ataques sónicos contra su personal (sin que todavía obre demostración científica alguna), e incluso llegó a la sonsera de involucrar en el entredicho a los inofensivos grillos caribeños que alborotan con sus llamados en nuestras cálidas noches.
Por demás, el desboque global gringo, que recuerda las escenas de aquellas ánimas perversas que antes de hundirse intentan causar todo el daño posible, ha incluido un severo recrudecimiento del prolongadísimo bloqueo económico y financiero de la primera potencia capitalista contra la Mayor de las Antillas, y la intención de activar el capítulo tercero de la burda Ley Helms Burton, de manera que aquellos “perjudicados” por las nacionalizaciones realizadas en Cuba luego del triunfo revolucionario puedan realizar presuntos reclamos legales contra La Habana en tribunales norteamericanos, luego de que Washington se negara, desde decenios atrás, a leer siquiera las propuestas cubanas de indemnización lógica y debidamente programada a los intereses norteamericanos con propiedades en nuestro territorio.
Y como otra de las “iniciativas” de los figurines que asumen el comportamiento externo hacia la isla, ya se supo que la Casa Blanca “estudia seriamente” la vuelta de nuestro país a su muy particular lista de “naciones patrocinadoras del terrorismo”, a la cual estuvimos ya forzosamente adscritos por casi tres décadas.
Ahora se imputan a La Habana, entre otras maldades, su solidaridad inamovible con Venezuela y, escúchese bien, el servir de espacio para los diálogos de paz entre la guerrilla y el gobierno colombiano…
Sin dudas, argumentaciones de tanto “peso y credibilidad” como únicamente pueden aportarle las máximas autoridades de la potencia imperial que creó a la terrorista Al Qaeda, promocionó a Osama Bin Laden, estableció el califato talibán en suelo afgano luego del derrocamiento del gobierno progresista local, y tuvo mucho que ver con el origen y avance del brutal, irracional y sádico Estado Islámico.
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