“En 1900, el Reino Unido era un lugar muy cosmopolita. Estaba lleno de inmigrantes europeos. La comida venía de todo el mundo y el carbón británico era vital para las naciones bálticas y mediterráneas. Londres dependía del hierro de Suecia y el norte de África; sus huevos y beicon venían de Dinamarca y Holanda; y sus periódicos se imprimían con papel escandinavo”. La descripción es empleada por algunos historiadores para preguntarse qué demonios ocurrió para haber llegado hasta el interminable culebrón del Brexit.
La referencia se aplica porque se supone que fue el rechazo a la emigración el motivo que, en su transcurso, dio pie a la actual situación. Contradictorio, pues si en aquellos tiempos era bienvenida la diversidad, los sucesos de ahora no explican bien que la vieja Inglaterra acogiera o tomara a irlandeses y escoceses, con el placer propio de quien engorda su territorio y recursos.
En 1984, Margaret Thatcher le exigió a la Unión Europea disminuir sus contribuciones al fondo comunitario, basando su pedido en que Londres consumía poco del presupuesto agrícola del Pacto. Ese “mecanismo de compensación” se afirmó en el alto porcentaje que la UE destinaba al presupuesto con el cual subvenciona su Política Agrícola Común (PAC). En el Reino Unido predominan los terrenos no cultivados, muchos son propiedad de la nobleza, que no es dada a la explotación agrícola y prefiere mantenerlos como cotos de caza o modo de salir del “mundanal ruido” citadino. La Thatcher tuvo éxito en su reclamo.
Siguiendo los pasos de la Dama de Hierro, el primer ministro David Cameron planteó a Bruselas, en el 2016, otras exigencias, cuasi amenazando con que, de no ser aceptadas, iba a realizar un referéndum para propiciar la salida de esa asociación europea.
La coacción surtió efecto y su administración logró concesiones importantes: 1- Limitar el acceso a las prestaciones sociales para los emigrantes. 2- Comerciar con la libra esterlina dentro del bloque (al margen del euro). Devolución de aportes británicos al rescate de naciones de la eurozona y salvaguardas para proteger su industria financiera de regulaciones que consideraran perjudiciales. 3- Reino Unido “jamás” será parte de una “unión más estrecha” con otros miembros de la UE.
En conjunto o por separado, se pretendía, entre varios propósitos, seguir cultivando la excepcionalidad del RU, por cuanto hasta ese momento lograron más privilegios y beneficios que responsabilidades dentro de los 28, cuando el total aceptaba y puso en práctica la libre circulación de personas, capitales y mercancías.
En los cálculos del premier no estuvo nunca, parece, la deriva que, con o sin querer, propició. Cameron sabía que el país era más fiable dentro de la UE en lo económico y en cuanto a peso político internacional, por eso hizo campaña en favor de permanecer en los 28 cuando lanzó la consulta ciudadana prometida, tras ver satisfechos sus pedidos.
En tanto, las fuerzas más conservadoras (entre los propios tories en el gobierno o los ultras del partido Ukip) desplegaron una enorme campaña para procurar la salida. Llegaron al extremo de asegurar que solo se ahorraría dinero para destinarlo a propósitos sociales, bastante recortados desde los años 80 y después, incluso mucho antes de la crisis global.
El 24 junio del propio 2016 se hizo el referéndum. El corolario se conoce: el 51,8 % optó por la salida. Para diferentes analistas el desenlace revela, ante todo, profundas divisiones en la sociedad británica. Actuaron factores tan diversos como la ubicación geográfica, la clase social o la edad de los votantes en el resultado.
Cameron renunció. Le substituyó en el cargo Teresa May, ex ministra del interior y quien, en este momento, aún batalla por concluir el largo proceso con un acuerdo pragmático que disminuya los riesgos del divorcio. Renuncias, fuga de sus propios correligionarios y una casi permanente trifulca parlamentaria han sido la tónica en poco más de dos años encauzando tratos.
Los partidos opuestos al modelo de separación lograron imponer que lo conclusivo no dependa solo del gobierno, sino de la Cámara de los Comunes, donde ya le dieron dos noes al plan de la May. Si ocurre un tercero se abandonará la UE sin acuerdo el próximo 12 de abril. Ese es el temido Brexit duro. Si el parlamento da un sí a los términos de la premier, el divorcio ocurrirá el 22 de mayo.
Lo que ocurra debe estar consensuado entre conservadores en el poder y el Partido Laborista, en la oposición. Así lo exige la UE. Vale recordar que el laborismo, los del Nacional Escocés, los Liberales Demócratas y el Partido Nacional de Gales, estuvieron, en general, a favor de mantenerse en el Pacto; y de ocurrir la ruptura, que no sea, como desean muchos tories, a las malas, el llamado brexit duro, algo que tampoco la UE desea, pues de muchas formas, dadas las imbricaciones existentes, los acontecimientos serían más perjudiciales para las partes.
El nudo gordiano (“cuanto más se tira cualquiera de los dos cabos, más se aprieta”), en el cual se basan los oponentes a la separación amable, concertada con Bruselas, está en la propuesta de mantener un status especial entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, para evitar que se renueve un sangriento conflicto que no ha cicatrizado por completo entre los unionistas probritánicos y los católicos republicanos del Ulster.
El propósito de mantener una frontera blanda y condiciones especiales, con lazos parecidos a los actuales, es, según la visión de la UE, el modo de proteger a Irlanda, que se mantiene como miembro del Pacto europeo.
Jeremy Corbyn, líder del laborismo, aboga por mantener una unión aduanera, acuerdo básico para evitar serios conflictos económico-financieros abruptos, pero los conservadores, particularmente lo más euroescépticos, ni siquiera ese nexo menor aceptan.
Otros segmentos sociales abogan por una segunda consulta ciudadana, y no pocos quisieran mantenerse dentro del Pacto Comunitario. Firmas y manifestaciones no menos masivas así lo expresan. En total, los tratos sobre el brexit están expresando amplias, diversas fragmentaciones dentro de la ciudadanía y los políticos, algo semejante a lo apreciado en el propio resultado del referéndum del 2016.
Los pronósticos no son alentadores, al menos en lo inmediato, si llega a ocurrir la salida, máxime si es a lo salvaje. La dirigencia comunitaria se dijo dispuesta a prorrogar los plazos hasta junio, pero, en ese caso, el Reino Unido deberá participar en las elecciones al Parlamento Europeo, algo tendente a intensificar algunos compromisos cuando los euroescépticos pretenden romperlos.
En este instante, cuando hasta la renuncia de la premier está en juego, lo único seguro es que el tiempo conspira contra cualquier decisión y hasta con asuntos de tanta sensibilidad y peligro como los referidos a los predichos acuerdos norirlandeses del Viernes Santo, en un área donde, aparte de estar al centro del debate, de por sí existen agudos problemas. Este otro actúa como la socorrida y siempre amenazante espada de Damocles, sea cual fuere el veredicto final.
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