Es todo un “poema” a la ilógica. En Venezuela John Bolton “prohíbe” la presencia de asesores militares rusos como parte de un convenio bilateral entre Moscú y Caracas. Mientras, Donald Trump, que ya había decidido que en Siria el presidente Bashar al Asad debía irse, también proclama que Nicolás Maduro no tiene nada que hacer en Caracas.
Con relación a las autoridades de Pyongyang, el mismo personaje amenazó a Corea del Norte con quemarla de punta a cabo en plena Asamblea General de la ONU, al tiempo que coloca a sus aliados europeos bajo la poderosa mira de las defensas rusas al sumarlos casi a empellones a una irracional hostilidad contra Moscú.
Trump frena en seco el desempeño de las instituciones púbicas norteamericanas porque quiere que el Congreso apruebe el dinero para construir su obseso muro frente a México, a lo que ha añadido en las últimas horas el corte de asistencia financiera a varias naciones centroamericanas emisoras de migrantes, y amenaza con cerrar las fronteras con México si ese país “no es más exigente” con los que pretenden pasar a suelo norteamericano. No importa si los propios estadounidenses se quedan sin verduras, frutas y otros rubros alimentarios de alta demanda que, provenientes del vecino del sur, representan más de 40 % del consumo nacional gringo, sin contar la astronómica pérdida de un trasiego bilateral de mercaderías que se valora en más de 650 000 millones de dólares anuales.
Es tan prepotente el señor que no solo regaña e insulta a sus adláteres de la OTAN o “decide” además unilateralmente los destinos de Nicaragua y Cuba, sino que es capaz incluso de halarle las orejas públicamente a su más fiel y activo colaborador en la agresión contra Venezuela, el presidente colombiano Iván Duque, porque “tiene que hacer mucho más en materia de erradicación del tráfico de drogas” con destino al ávido mercado norteamericano.
Es, sencillamente, asistir a un escenario donde un descendiente de inmigrantes del Viejo Continente, devenido multimillonario gracias el negocio paterno de levantar masivas edificaciones de alquiler en el viejo Nueva York del pasado siglo, y marcado además por la cultura de la intolerancia y la prepotencia que suele aposentarse entre semejantes “triunfadores”, fuese el gran emperador global al que ni países ni pueblos ajenos, ni sus propios adversarios internos, pueden contradecir sin enfrentar sus iras.
En realidad, y a estas alturas universales, una burda payasería que no pocas veces ya ha quedado en ridículo, porque, quiéralo o no el nuevo dueño de la Casa Blanca, los Estados Unidos no es ya la primera gran potencia global, ni muchos de los que ha designado como víctimas tiemblan de terror o se desordenan y desarman frente a sus fanfarrias oratorias y sus profusión gestual, sin dudas, imitación de los arsenales histriónicos del germano Adolfo Hitler y el italiano Benito Mussolini, máximos exponentes del totalitarismo nazi y fascista, y con finales similares que debieran ser tomados en cuenta por sus réplicas de nuestros días.
No sé en realidad si muchos de los lectores compartirían el vaticinio que a continuación reproduzco, pero al menos este autor lo suscribe en buena medida como una evidente y notoria tendencia, y se debe a la autoría del columnista Jackson Diehl, del rotativo The Washington Post cuando escribió en noviembre de 2016 acerca de la necia política instaurada en Washington por el magnate inmobiliario: “La Administración de Trump pondrá fin a los cien años del liderazgo mundial de Estados Unidos, que comenzó en 1918”, concluida la Primera Guerra Mundial.
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