Todo sugiere que con la nueva administración norteamericana no hay, hasta este instante, seguridad alguna con respecto a la contundencia real de muchas de sus afirmaciones. Así, el recién estrenado gobierno, encabezado por un hasta ayer negociante inmobiliario, parecería inclinado a rememorar un saltimbanqui en materia de proyecciones políticas, esencialmente con relación a la complicada y riesgosa arena internacional.
Se habla, por ejemplo, del interés en construir buenas relaciones con Rusia, y a la hora de verse las caras, funcionarios norteamericanos demandan a los representantes de Moscú que se deshagan de los legítimos derechos territoriales rusos sobre la península de Crimea, o condicionan el futuro de los vínculos bilaterales a “la satisfacción de los intereses y demandas de Washington”.
Se critica a la OTAN y hasta se veja a sus integrantes diciendo que los Estados Unidos no los defenderá gratis, y luego, el nuevo jefe del Pentágono, James Mattis, la califica como “un pilar fundamental de los Estados Unidos”, en especial cuando ese alto cargo recomienda “hablar desde posiciones de fuerza” con el Kremlin.
Sucede igual cuando llega la hora de juzgar al sionismo israelí más allá del cenáculo. En consecuencia, ocupado en recibir días atrás al jefe del gobierno israelí, Benjamin Netanyahu, y luego de considerar como una idea no muy saludable la continuación del fomento de colonias judías en territorio árabe ocupado, el nuevo morador de la Casa Blanca se declara contrario a la creación de dos Estados independientes en Palestina como solución a un prolongado, sangriento y cruel conflicto.
Y lo dice cuando hasta hoy, al menos de boca para afuera, los Estados Unidos asumía ese plan como factible, a tono con la aceptación mayoritaria de que goza en el seno de Naciones Unidas, donde se reclama la partición geográfica en una parte hebrea y otra árabe, con Jerusalén como la capital de esta última y con el reconocimiento de las fronteras vigentes antes de la agresión sionista de 1967.
Por si fuera poco, todo hace pensar que Washington persiste en mudar su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, lo que implica un espaldarazo a la retención por Israel de la llamada Ciudad Santa, y por extensión a su control sobre los espacios territoriales que hoy usurpa.
Las reacciones no se han hecho esperar, y desde las principales autoridades y organizaciones políticas palestinas hasta la Liga Árabe —incluidos los pronunciamientos de Nicolai Mladenov, enviado de la ONU para Oriente Medio ante el Consejo de Seguridad, y el criterio del canciller francés, Jean-Marc Ayrault—, existe coincidencia en que los Estados Unidos ha dado una vuelta de hoja al tema de Palestina con el propósito de complacer a los líderes sionistas y granjearse mayores vínculos bilaterales.
Todo, luego que al cierre del gobierno de Barak Obama, y por primera vez en la historia de aquel conflicto mesoriental, Washington decidió abstenerse ante la votación en Naciones Unidas de una declaración de condena la arbitraria expansión de las colonias judías en suelo palestino usurpado por la fuerza. Posición que, si bien concitó a que Donald Trump cuestionara el trabajo de la ONU y hasta la posible continuación de la membresía de su país en el máximo organismo internacional, después motivó sus añadidos personales —ya citados en párrafos anteriores— acerca de que Tel Aviv tal vez debería moderar el establecimiento de nuevos asentamientos judíos en espacios árabes.
En fin, marchas y contramarchas que, o indican desajustes notables en la conformación colectiva de las políticas (por malas que sean), o una carencia significativa de conocimiento objetivo en torno a como ejercer los vínculos globales, o, simplemente, la vigencia de la “ley del capricho y de los prontos”.
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