Luego de largos meses de tensiones, amenazas, ácidas críticas y sanciones arancelarias, Donald Trump anunció este primero de octubre la concreción de un pretendido nuevo acuerdo comercial con sus dos socios del norte de nuestro hemisferio: México y Canadá.
El texto, que de acuerdo con no pocos analistas es más retoque que cambios de fondo, fue finalmente asumido por las partes casi al vencerse el ultimatum lanzado por la Casa Blanca para dar al traste con su predecesor, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLC, vigente desde 1994 y que fue negociado durante el gobierno de George Bush, padre, y puesto en vigor por el presidente William Clinton.
Para Trump, signado por la bravuconería, la imposición, el proteccionismo y un chovinismo sin límites, era importante lograr un nuevo convenio trilateral, ahora rebautizado a instancias de la Oficina Oval como Acuerdo EEUU-México- Canadá, USMCA, antes de las elecciones parciales norteamericanas del próximo mes, y en las cuales se habla de un factible avance de los demócratas en el poder legislativo. Además, se adopta en medio de una dura controversia arancelaria con China y con sus propios socios de la Unión Europea.
Hay que recordar que para Trump ninguno de los tratados comerciales suscritos anteriormente por los Estados Unidos resulta satisfactorio, en tanto no asumen como inicial premisa los intereses individuales de la primera potencia capitalista, lo que ha hecho que la nueva administración los niegue y presione a los restantes socios a reeditarlos a tono con los caprichos de la Casa Blanca, o sencillamente a dejarlos sin efecto.
En el caso del TLC las negociaciones han sido largas, confusas y signadas por los constantes ataques de Trump a los demás firmantes, según indican varios medios de prensa, pero finalmente México primero, y Canadá después, optaron por ceder en busca de un acercamiento.
No puede pasarse por alto que en el primer caso, el TLC ha convertido a la nación azteca en un amplio mercado para los excedentes norteamericanos aún a costa de severos daños a ramas productivas nacionales, mientras que Canadá ejecuta más del setenta y cinco por ciento de sus exportaciones en el poderoso vecino.
No obstante, los medios de prensa son cautos en torno al verdadero “milagro” atribuido a Trump. Así, entre las “victorias” de esta nueva negociación citan la apertura hasta 3,5 % de las ventas de lácteos norteamericanos en territorio canadiense, mientras la Oficina Oval debió olvidarse de eliminar la “molesta” cláusula que permite a los socios resolver sus disputas “usando un proceso especial”, y no necesariamente a nivel de tribunales.
En otro orden, Washington logró “subir de 62,5 por ciento a 70 por ciento el número de componentes que deben ser fabricados en Norteamérica para que los vehículos automotores gocen de exenciones arancelarias en el mercado estadounidense”.
Por demás, y paradójicamente, las recientes elevaciones de aranceles por Trump al acero y el aluminio procedentes de México y Canadá quedan vigentes y pendientes de otro proceso de discusión.
Y en ese contexto, lo que parece más importante para el magnate inmobiliario, fortalecer su imagen de “duro” y justificar el patrón agresivo y asimétrico de su política externa, parece haber recibido aires frescos en el tradicional contexto de demagogia y manipulación que signa el devenir oficial de la primera potencia capitalista.
Pero si de real economía global se trata, lo cierto es que la remodelación caprichosa del TLC es para Washington apenas un octavo de aspirina para una crónica cefalea.
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