Cuando este verano la secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Kirstjen Nielsen, afirmó de modo rotundo que la administración Trump no iba a disculparse por la separación de familias, asegurando que “las acciones ilegales tienen consecuencias”, estaba exponiendo de manera sintética una política de Estado cínica.
Por eso el fiscal general Jeff Session fue capaz de afirmar que ser víctima de violencia, estar perseguidos por implacables pandilleros, no califica para recibir el estatus de refugiado. Criminalizar la emigración dejando a un lado los móviles del éxodo es una estrategia de fuerza, otra agresión en suma para quienes ya eran víctimas de ellas.
Entre las justificaciones norteamericanas para proceder de forma tan desalmada situaron la lucha contra las asociaciones delictivas centroamericanas (Barrio 18, Mara Salvatrucha, MS-13, y otras). Pasaron de puntillas sobre detalles a tener en cuenta pues, ante todo, esas bandas se formaron en territorio estadounidense. Sus integrantes fueron parte de las masivas deportaciones hacia Honduras, El Salvador y Guatemala efectuadas en los años 90, teniendo como soporte, o pretexto, los acuerdos de paz suscritos por las guerrillas de estos dos últimos países en 1992 y 1996, respectivamente.
Que adquirieran el rango de organizaciones delictivas en un medio propicio donde se practica y sufre al mismo tiempo el sistemático empleo de la violencia y la discriminación —esa es la circunstancia norteamericana típica—, no disculpa pero sí explica algo el origen de esos grupos trasladados a estas naciones, donde imperaba también un ambiente distorsionado por prácticas pervertidas, unas internas, otras importadas, como fueron los conflictos de baja intensidad, sumado a las dictaduras militares que favorecieron esa degeneración dispuesta ¡oh casualidad! por EE. UU.
Darle insensible rechazo a los perseguidos y excusarse del trato dado a las víctimas con el supuesto combate a los verdugos es de una deshonestidad superlativa, pero ni así hay coartada para quitarle los hijos a sus progenitores y poner a niños y adolescentes en jaulas y almacenes sin condiciones convenientes, expuestos, entre muchos daños, a los atropellos sexuales. Se dieron casos de abusadores con VIH y pedófilos anónimos e indemnes, a cargo de “cuidar” a esos menores, pagados por empresas contratadas por el gobierno.
Al senador demócrata por Oregon, Jeff Merkley, le impidieron el acceso a uno de esos centros. Su criterio no está nada alejado de lo esencial: “Esos niños que han sido separados de sus padres ya están traumatizados”.
La oleada de protestas dentro y fuera del país obligó a Donald Trump a dar marcha atrás. Solo un poco, no por completo. Eso fue a finales de junio. Poco después diría que ya se habían reunido 1800 niños de entre 5 y 17 años con sus familiares. Sin embargo, aparte del daño emocional hecho a esas criaturas, centenares de ellas se quedaron en un limbo trágico.
Muchos eran tan pequeños que ni siquiera conocen su apellido o el nombre del país donde nacieron. Rescatarlos es casi imposible, y pasarán al poco recomendable sistema de acogida norteamericano. Se calcula que unos 500 al menos se encuentran en esa tierra de nadie tan vaga y peligrosa.
De acuerdo con La Unión Americana de Libertades Civiles (UCLA, por sus siglas en inglés), es casi imposible localizar a los expatriados (muchos firmaron documentos en inglés, sin conocer el idioma, creyendo que les devolvían a sus hijos, pero eran certificados para expulsarlos “voluntariamente”). De otro lado, encontrar a aquellos que lograron permanecer pero se esconden, por miedo a la cárcel, dificulta la asistencia legal o práctica ofrecida por UCLA.
Trump echó sobre los hombros de ONG como esa la tarea de enderezar la torcida política oficial. Sin separarse de su tolerancia cero para la migración, responde a las críticas de los organismos humanitarios trasladándoles la responsabilidad de resolver todo cuanto la administración hizo tan mal en la materia.
Siendo objetivos, pocos confían en la ayuda prometida por Andrés Manuel López Obrador. El recién nombrado presidente de México sugiere emprender, una vez ocupe el cargo, darle inicio a tratos en busca de acuerdos económicos entre sus vecinos de Norteamérica (EE. UU. y Canadá) y las naciones centroamericanas, con el propósito de reducir la miseria, otro de los motivos que disparan los desplazamientos.
El enfoque es racional. Reportes lamentables aseguran que cerca del 60 % de los guatemaltecos y otro tanto de los hondureños, más el 34 % de los habitantes de El Salvador se encuentran en situación de pobreza. Ese mal y la intimidación permanente o los asesinatos dan pie a estos torrentes migratorios. Por eso el plan de Obrador tiene fundamento, pero como no depende solo de él, y los litigios entre el país azteca y Estados Unidos no son pocos y acumulan suficientes dificultades, no cabe suponerle un buen saldo al propósito.
No hay mal que dure cien años ni cuerpo capaz de soportarlo, asegura un conocido precepto. Sin embargo, el pertinaz enfoque norteamericano, pre Trump y tan vigorosa, malignamente alimentado por este actualmente, es de tal credo que le hace perder sentido tanto al antiguo refrán como a la mejor de todas las plegarias.
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