Si repasamos los últimos años en materia de desastres y hecatombes naturales, no es difícil determinar un serio incremento de tales episodios, ya no solo en número, sino además en la intensidad de los daños materiales y humanos que vienen provocando.
Esta dinámica, no obstante sus costosas y dolorosas consecuencias, generan no pocos enfrentamientos a la hora de determinar sus orígenes.
Lo cierto es que desde su existencia y hasta nuestros tiempos la Tierra ha sido escenario de cambios evolutivos propios, algunos de ellos traducidos en verdaderas tragedias.
Pero también es una verdad absoluta que los intereses desligados por pura mezquindad del necesario cuidado y responsabilidad que debe tener nuestra especie hacia su entorno, gustan asumir por mera conveniencia que el hombre azuzado por determinados sistemas socioeconómicos nada tiene que ver con el deterioro medioambiental y las catástrofes que tales agresiones llegan a provocar.
Sin embargo, ya no es noticia que desde hace casi medio siglo, en la década de los setenta de la pasada centuria, el “Planeta Azul” perdió su capacidad de autorregeneración frente a los masivos procesos de contaminación, por lo que desde entonces semeja la de un enorme bote de desperdicios que nadie vacía con la regularidad necesaria como para evitar su asfixia.
Y las acumulaciones de tóxicos, la destrucción de la capa de ozono por emisiones de gases inadecuados, las guerras e, incluso, el uso en ellas de material infecto o nuclear, los accidentes en grandes industrias, los vertederos de sustancias venenosas y corrosivas en mares y ríos, la sobrexplotación de especies vivientes, la desforestación masiva, o la proliferación de métodos extractivos devastadores, entre otros factores, integran un nocivo conjunto que ha castrado al planeta de casi todas sus defensas.
Barbarie que dispara las temperaturas, descongela los polos, eleva peligrosamente los niveles de los océanos, altera los subsuelos, provoca corrimientos violentos en la corteza terrestre e incentiva sequías, lluvias torrenciales o huracanes de una inusitada fuerza destructiva.
Y mientras los preocupados, y no sin grandes dificultades, intentan tejer acuerdos globales para atajar tamaño deterioro ambiental y lo que ello arroja sobre la vida y la existencia del planeta y sus seres vivos, entre ellos nosotros, todavía debemos asistir al espectáculo de que quienes más contaminan y destruyen den la espalda a semejantes esfuerzos y les importe un bledo lo que ello supone para el resto del orbe.
Y es que, para solo citar ejemplos de las últimas horas, el terremoto y tsunami que días atrás mataron a unas dos mil personas y provocaron cinco mil desaparecidos en la isla indonesia de Célebes junto a la destrucción masiva de viviendas y bienes, o el más reciente terremoto que azotó el noroeste de Haití, un país ya víctima casi constante de tales eventos telúricos, y que se cobró decenas de vidas y cientos de heridos, de alguna manera se vinculan a las severas y hasta ahora incurables heridas que las prácticas irracionales e irresponsables de ciertos sistemas socioeconómicos le han propinado a nuestro hábitat.
En el caso haitiano, bien cercano a nuestra geografía nacional, vale recordar el terremoto de siete grados de magnitud en la escala Richter que devastó Puerto Príncipe, su capital, en enero de 2010, y que causó la muerte de más de 200 mil personas y dejó heridas a otras 300 mil.
De manera que frente a semejante cadena de catástrofes, cada vez más voraces y destructivas, nadie hable solo de “fenómenos acostumbrados e inevitables”, de “venganza de la naturaleza”, o de “maldiciones de la Providencia.”
El planeta, lógicamente, ha evolucionado y evoluciona por sí mismo, pero los severos y profundos daños de manos de quienes solo aspiran a la riqueza y el poder a toda costa y a todo costo, sin dudas han marcado un derrotero demoledor y trágico por excelencia…y la Tierra, más que revancha, nos está dando dolorosas alertas sobre la urgencia de un freno definitivo y definitorio.
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