En tiempos pretéritos solo los sacerdotes y los jefes de tribu o reinos tenían la información necesaria, y las atribuciones, para dejarla oculta o darle el matiz deseado, según sus conveniencias. Los clanes de poder postmodernos hacen lo mismo pero con recursos infinitamente superiores y de una amplitud descomunal.
Para Gabriel García Márquez, el periodismo era “el mejor oficio del mundo”. En contraste, uno se encuentra la ramplona actitud de la reportera norteamericana que justificando de modo insulso su responsabilidad al divulgar informes falsos sobre las imaginarias armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, declaró: “…yo digo lo que me dicen”.
Entre un extremo y otro de los dos criterios, o reductos de pensamiento, existe una miríada de experiencias y hechos.
“El verdadero periodismo es intencional… Se fija un objetivo e intenta provocar algún tipo de cambio. El deber de un periodista es informar, informar de manera que ayude a la humanidad y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro. (…) Las guerras siempre empiezan mucho antes de que se oiga el primer disparo, comienza con un cambio del vocabulario en los medios. En los Balcanes se pudo ver claramente cómo se estaba cocinando el conflicto” (frases de Ryszard Kapuscinski, reportero de origen polaco, quien junto con el australiano John Pilger contribuyó a revelar la verdad sobre masacres injustificables, como la desatada en Vietnam y otros horrores similares).
En lo referido a cómo se transforman los acontecimientos para escudar actos infectos, el politólogo norteamericano Noam Chomsky considera que la manipulación informativa puede destruir los cerebros, y, por eso mismo, es más peligrosa que las bombas atómicas.
Las tergiversaciones engañosas no se destinan únicamente a disfrazar los malos empeños de los conflictos bélicos, también se usan para formar opinión o confundir. La española Rosa María Artal afirma: “La principal víctima de esta relación viciada entre periodismo y política es la sociedad. No nos engañemos, unos medios acuciados por la crisis y convertidos en buques tocados o hundidos por la quimera del crecimiento ilimitado neoliberal, cuajados de deudas y créditos que dependen precisamente de muchos causantes de la crisis, no pueden hacer otra cosa que defender al sistema ideológico imperante. La distracción de la audiencia es un buen instrumento para ello. La contrarrevolución neoliberal trabajó desde el principio en cambiar el sistema económico, en degenerarlo, para obrar a favor de unos pocos a costa de la mayoría. Y, para lograrlo, a la vez, favorecer una educación y una información que no permita cuestionar o afrontar lo que están haciendo…”.
El Centro de Psicología Humanista de Córdoba, Argentina, expone: “…las empresas más grandes de comunicación del planeta están bajo control del capital financiero a través del poder de voto que otorgan los paquetes accionarios de unos pocos fondos de inversión, cuya única lógica es la expansión de los negocios. (…) “Ellos tienen las licencias, la tecnología, los canales, las leyes, los periodistas canallas, el dinero inventado pero mortífero de la banca. Tienen la censura, las noticias y las historias falsas, tienen los algoritmos, la propaganda y la confusión. Son los dueños de la mentira, pero también los dueños de la verdad, como ya dijimos, para no perder nunca”.
Erasmo Magoulas, productor de radios comunitarias en Ontario, Canadá, no se aparta de los enfoques antes citados, pero, a su vez, se refiere a un ángulo esencial de extrema actualidad: “Los medios corporativos que hacen la comunicación y el entretenimiento, han venido siendo desenmascarados en su accionar como órganos de adoctrinamiento ideológico y de disciplina social, especialmente en esta última década. Hoy prácticamente son el partido político de la oposición, y cobijan a un variopinto grupo de “personalidades” de lo estrictamente político, y a una población simbiótica que sobrevive en un nicho creado por los propios medios, que es el de la política-show”.
Se afirma que los periodistas “empotrados” existieron siempre, pero los participantes de los conflictos recientes —con las excepciones honrosas conocidas— viajan con los invasores y dan solo ese punto de vista, sin mirar demasiado los estropicios a su paso.
Y las nuevas tecnologías informativas, a través de los monopolios ad hoc, están creando otro periodismo. Si facilita la trasmisión de datos, igualmente permite, sin salir de la redacción, y casados de antemano con quienes imponen el criterio, enfocarse en favor de quienes atropellan. La verdad es más unilateral que nunca con menos testigos objetivos en el lugar de los hechos. Afganistán, Irak, Libia o Siria, así lo prueban y que conviertan en insurgentes patrióticos a los terroristas es otra demostración de una exorbitante e infame parcialidad muy en boga.
Separar periodismo y política no tiene sentido. Algunos —sobre todo en Estados Unidos— hablan mucho sobre imparcialidad, pero casi ninguno la practica. Las fake news, como se acuñó hace poco a las noticias falsas, de nuevas solo tienen el apelativo. Cuando algunos investigan a fondo logran mucho, pero indeseado. Tal el híper citado ejemplo de Bob Woodward y Carl Bernstein.
Lo tradicional son las medias verdades o los falsos alegatos, parcialización hacia una tendencia política o grupo económico. Lamentable y viejísima regla de desquiciada vigencia sin fecha de caducidad.
Como siempre, y por fortuna, hay salvedades. Son pocos, pero son —diría César Vallejo— publicaciones o autores comprometidos con la veracidad y lo auténtico de los sucesos, conductas y políticas. Por supuesto que desde la honestidad también es preciso aprender a “vender” ideología. Y ese ya es otro cuento.
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