La historia es recurrente. Resulta que desde la década de los ochenta, al menos de forma explícita, y bajo la presidencia de Donald Reagan, las mentes calientes de la ultraderecha norteamericana sueñan con la ilusión de masacrar a otras naciones mediante el uso de las armas nucleares sin que los agredidos puedan ejercer una respuesta de orden simétrico.
Así, desde aquellos tiempos, la humanidad vive escuchando términos como la militarización del espacio cósmico, el despliegue de “sombrillas antiatómicas” sobre los Estados Unidos o la dislocación en diferentes puntos de orbe del “escudo antimisiles norteamericano”, elementos todos que apuntan a establecer la total impunidad de la primera potencia capitalista como manera de agredir sin riesgos.
Y así nos hemos debido habituar, además, a la idea de plataformas estelares con modernos equipos de detección y aviso de vuelos de misiles militares, armas de rayos láser inundando el espacio exterior, y una geografía global que añade poderosos radares de rastreo, artilugios electrónicos de desvío de trayectorias coheteriles, y lanzaderas de cazadores de sus similares convertidos en portadores de armas de destrucción masiva. Todo un escenario que indica que nuestra especie y entorno siguen siendo rehenes del riesgo atómico.
Las exhortaciones en contra de semejante dislate, no importa su volumen o su origen, siguen siendo papel mojado para los obcecados en hacerse del “control mundial”.
Así, a fines de este septiembre, el Ministerio Ruso de Exteriores advirtió nuevamente a Washington que el proyectado despliegue del escudo antimisiles estadounidense en Rumanía y Polonia amenaza con liquidar el tratado bilateral para la eliminación de artilugios nucleares suscrito 1987. "Si no se resuelve ese problema -dijo la fuente- el tratado puede quedar anulado y está claro que la culpa será de Estados Unidos".
El asunto es que las lanzaderas de los pretendidos misiles defensores norteamericanos autorizados por Varsovia y Bucarest corresponden a las de los cohetes Tomahawk con base en buques de guerra, de un alcance superior a los 500 kilómetros, y por tanto dentro del rango de los proyectiles convencionales y atómicos de reinstalación prohibida, según especifica el citado acuerdo bilateral de fines de la octava década del pasado siglo.
Lo cierto es que el titulado escudo antimisiles, aun cuando sucesivas administraciones norteamericanas lo han negado, tiene como blancos centrales a Rusia y China, consideradas por los grupos de poder de la ultraderecha local como los dos grandes obstáculos para concretar el dominio de los “elegidos por la Providencia” sobre el resto del orbe.
Y, por supuesto, si naciones hoy “amigas y aliadas” como Polonia y Rumanía, con fronteras con el gigante euroasiático, prestan su territorio para cerrar el cerco sobre los presuntos oponentes, pues mucho mejor.
De manera que, incluso cuando la ONU en su setenta y tres asamblea plenaria iniciada días atrás dedicó sesiones especiales al tema de la paz y el desarme nuclear como necesidades perentorias en el mundo de hoy, desde el país en que radica la sede del máximo organismo internacional los grupos de poder no hacen otra cosa que tensar más aún las cuerdas y empujar a la humanidad a riesgos multiplicados de destrucción definitiva.
Porque, y que no quepa duda a los que creen en victorias atómicas, los amenazados no renunciarán al legítimo derecho de defenderse y responder debidamente a cada maniobra provocadora y agresiva, como la que ahora despliega Washington en concubinato con las máximas autoridades polacas y rumanas, estas últimas a costa de colocar a sus propios territorios bajo la mira nuclear de los pretendidos adversarios.
Una muestra clara, fehaciente y repetida de que no vivimos ni mucho menos, en tanto humanidad, en días de placidez y cuentos de hadas.
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