Si quienes van en el mismo barco advierten que la nave no boga en buena corriente es preciso revisar la bitácora, pero no siempre los capitanes escuchan. Eso pareciera ocurrirle a Emmanuel Macron ante el timón de una Francia agitada, inconforme, mientras él intenta influir —sin gran éxito de momento— en los grandes asuntos de Europa.
Fuera de las demandas estudiantiles u otras tantas, cuando en mayo arribó a los primeros doce meses en El Elíseo, tres economistas le enviaron una carta alertándole sobre la deriva derechista de un barco supuestamente alineado al centro. “El riesgo es que la ambición transformadora inicial se vea desfigurada por un programa clásico de reformas estructurales favorables a quienes más bienestar tienen”. Esa es una de las ideas expuestas en la misiva revelada por el diario Le Monde. Entre los firmantes está Jean Pisani-Ferry, coordinador de la campaña electoral del presidente.
Pero el mandatario insiste, pese a continuar descendiendo la aceptación ciudadana (35 %) y a la abundante cosecha de huelgas y protestas en esos 12 meses de mandato. Si no mienten las encuestas, solo el 17 % apoya “las acciones que ha llevado a cabo Emmanuel Macron y el Gobierno”.
Entre los observadores se plantea que las demostraciones de inconformidad en tantos segmentos ciudadanos no impidieron la rapidez e intensidad de sus proyectos para transformar el país. Quede aclarado: términos como reforma, cambio, modernización y varios de similar caletre se emplean para denominar los procedimientos que meten un sitio en el corsé neoliberal.
En Francia estaba implantado ese modelo, más no a fondo, pues se mantuvo la propiedad sobre diversas empresas y en vigor rasgos del estado de bienestar general con algunos amortiguadores sociales sobrevivientes al desmantelamiento decretado en el Pacto de Lisboa por los 28, iniciado en el Reino Unido por Margaret Thatcher en los 80 y en EE.UU. por Reagan en las mismas fechas, tras ensayos bajo las dictaduras militares del cono sur latinoamericano. Fórmula que encuentra un entusiasta practicante en Anthony Blair, hipotético izquierdista británico, y luego en Gerhard Schroeder, otro político que en nombre de la izquierda ideológica acometió la hoy predominante fórmula antisocial.
Las huelgas no impidieron que el gobierno avanzara en ese programa involutivo, pero le hicieron algunos rasguños al plan. Eso creen fue lo ocurrido con los ferroviarios pues lograron arrancar la promesa de que no se venderá esa empresa pública, expuesta, eso sí, a los peligros de la competencia.
Las manifestaciones en contra no imposibilitaron tampoco la conocida como reforma laboral, una descarnada destrucción de derechos laborales difíciles de instrumentar por varias generaciones anteriores, pero suprimidas con alevosa pericia en naciones de alto desarrollo. La implosión de la URSS les facilita lo hecho a posteriori, cuando se hace innecesario demostrar la superioridad y las “bondades” del capitalismo.
Entre manos, el equipo Macron tiene ahora una reforma de las pensiones, paso similar al de esas otras leyes que substraen seguridad vivencial a grandes franjas ciudadanas. Al jefe de Estado galo le dicen “el presidente de los ricos” por ese tipo de medidas restrictivas en contraste con los beneficios otorgados a las grandes fortunas.
Convencido de su buen proceder, intenta probarlo en algunos encuentros con gente de a pie, en actos previstos para disipar esa imagen elitista en la cual lo enmarcan, pero tales acercamientos provocaron minidisputas en las cuales adopta una posición calificada por parte de la prensa de hiperpedagógica, debido al tonillo correctivo que emplea.
Los tenues socorros anunciados para aliviar la imagen negativa hacia su administración huelen demasiado a paliativo de contingencia, no suprimen inquietudes. Se sabe que el mandatario está contra los subsidios u otros apoyos a los sectores bajos y adopta el viejo pretendido de que esas ayudas paralizan el desenvolvimiento personal, matan los deseos de prosperidad.
Son escasos los contrafuertes que tienen los franceses para encarar la situación. Aparte de Francia insumisa, de Jean-Luc Melenchon, no hay oponentes políticos para hacer frente a las medidas lesivas del actual gobierno, blindado con potestades para emitir decretos presidenciales sin pasarlos por ningún filtro.
Divisiones y pérdida de prestigio de figuras y partidos, sobre todo la socialdemocracia, que en otros momentos jugó cierto papel de avanzada, ofrece un flaco horizonte para entablar batallas como las libradas en otros momentos. El actual, no solo para ellos, es un tiempo que ofrece bien poco.
Los últimos disturbios desatados en Nantes tras la muerte de un joven en un control policial, demuestran, ante todo, parte de la tensión y frustraciones acumuladas como reacción a una política excluyente, que llevó al virtual alzamiento de las banlieues (barrios periféricos), donde se concentran miles de jóvenes sin perspectiva. Hay un hueco negro al interior de Francia hace mucho pero en crecimiento. La tendencia a excluir o desterrar a los emigrantes o sus descendientes se amplifica bajo Macron. Organismos humanitarios locales le acusan de concentrar a 46 800 personas en l40 centros de retención.
Con ese raro eufemismo denominan las instalaciones para refugiados. Según esas ONG galas, son familias con menores, tratadas según inflexibles patrones carcelarios. Los informes que divulgan recuerdan que Francia fue condenada en cinco oportunidades por el Comité Europeo de Derechos Humanos, por ese tipo de prácticas que, siempre según los denunciantes, se exacerbaron en el último año. Tras las fatales conclusiones de la última cumbre europea, el dato se incrusta en la fea e inconclusa historia de una lamentable postmodernidad.
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