No será por el sube y baja del artilugio infantil, sino, sobre todo, por las garabatos y mudanzas con que se están manifestando desde la Casa Blanca. Los objetores de una práctica capaz de elevar sobremanera los grandes inconvenientes actuales de la humanidad, manejan el criterio de que si en menos de año y medio de ejercicio los registros toman carácter alarmante, no deben esperarse milagros. Se está haciendo razonable ir preparando algunas contramedidas y allegarse un modo de atemperar las malas proyecciones.
La coerción a través de apremios y amenazas, o con el abandono de compromisos internacionales que tan pródigamente aplica el gobierno estadounidense, hacen casi natural su reciente salida del Consejo de Derechos Humanos de la ONU (CIDH). Está en línea con la postura de Washington al momento de crearse este órgano en el 2005, cuando George W. Bush ordenó votar contra la nueva institución destinada a sustituir al viejo y desacreditado recurso antecesor con sede también en Ginebra.
Como la nueva fórmula es más equitativa en la distribución de cargos y participación, atendiendo a zonas geográficas y conglomerados humanos, y cuando sus estatutos, sin ser perfectos, buscan eliminar las viejas vías que facilitaron acusaciones y deshonras inmerecidas a diferentes naciones, el equipo Trump sintió que perdía potestades, desarrolladas, casi por vicio, en el anterior marco de examen para el universal tema. De ahí el desamor hacia la bisoña formación que ese país, convencido de poseer designios especiales para regir al mundo, tratan de enmarcarlos en aquellos antiguos marcos de referencia, trazados por ellos, o en causes también en línea con sus imposiciones.
La amenaza antes y la materialización después al concluir saliendo de ese instrumento de denuncias o protección, vuelve a dejarles bastante aislados. Entre informadores y analistas se cree que si bien los representantes norteamericanos se sintieron algo frustrados cuando comprueban su incapacidad para imponer sus puntos de vista, recibir de ese sitio rotundas críticas ante la grave práctica de separar niños inmigrantes de sus padres, fue otro resorte para abandonar el Consejo.
Con la ampulosidad ríspida —algo ramplona también— que caracteriza a la actual administración, el secretario de Estado Mike Pompeo planteó la esencia de sus reparos, acusando al Consejo de “encubrir los abusos” que cometen algunos países mientras se acusa a otros de modo “inconcebible” —así dijo, refiriéndose a las críticas realizadas a Israel por el uso desmedido de la fuerza contra los palestinos. Y eso que no estaban puestas a examen todas, sino apenas las últimas agresiones israelíes contra los palestinos.
Que durante el mandato de Barack Obama ocurrieran roses parecidos, también debido a formulaciones contra los actos sionistas, muestra la continuidad de un procedimiento que hasta en las diferencias actúa como un calco. En Tel Aviv dijeron muchas veces que el ex jefe de Estado no era amigo de Israel. Benjamín Netanyahu lo expuso ante el mismísimo Congreso norteamericano, regalando los oídos republicanos y al poderoso lobby sionista.
Pese a los ataques, Obama no dejó de mantener al Estado judío como principal receptor de las ayudas estadounidenses y en materia diplomática, —estamos recordando— actuó por el estilo, incluso si se estiman ciertas mesuras y acciones del exmandatario en ese u otros temas. Y se evidencia cuando por razones similares a las de ahora, EE.UU. comienza en el 2011 a disminuir sus aportes a la UNESCO. Fue el modo entonces, de rechazar la admisión de Palestina como miembro. Y si bien el gobierno de Donald Trump elevó todavía más sus críticas, como puede apreciarse, tampoco es original ni el primero en esto.
Durante su presidencia, Ronald Reagan hizo algo parecido, acusando al organismo mundial para la educación y la cultura de “seguir una política favorable hacia los intereses de la Unión Soviética”. Aunque fuera la justificación, detrás estaba agazapado el empeño de predominar.
En cualquier etapa susceptible de ser citada, se verá el insano empeño de considerarse exclusivos, mejores que cualquier otro. Por eso asumen desatinos como confeccionar una muy privativa lista de supuestos violadores de cuanto afirman defienden, pero con excepciones para sí o sus protegidos. Es lo que ha sucedido cuando nominan a los llamados ejes del mal o a los no menos imaginados promotores del terrorismo o los presuntos infractores de los derechos humanos.
Tirar piedras aunque tengan un tejado de fino vidrio muy fracturado, es una fórmula inscrita en los huesos del imperio. Se ha convertido en praxis habitual, pero la actualidad parece destinada a establecer plusmarcas.
Renunciar al CIDH, se suma al abandono del Pacto de Paris sobre cambio climático, la dimisión por igual del Acuerdo Transpacífico y del Tratado Nuclear con Irán. Es decir, en menos de año y medio, son cuatro abdicaciones para un amplio espectro de asuntos. Reafirman la peor tendencia: cualquier trato puede invalidarse sin mucho motivo. ¿Qué queda a salvo o seguro?
A los anteriores es posible añadir los acuerdos que viola o deja sin efecto Trump, en lo que atañe a sus actuales derivas comerciales. El proteccionismo que implanta y el irrespeto a los convenios que hacen un poquitín más seguro el planeta y los vínculos entre sus moradores, trae consigo cualquier rémora, pero no soluciones ni congruencias. Si eso no es un gravísimo peligro, que venga Dios y mire.
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