Se supone que los empleados en política resulten de los más duchos en aquello de valorar las realidades e intentar que el raciocinio y la lógica predominen a la hora de analizar, planear y actuar.
Claro, hablamos en términos de lo que debería ser y ocurrir, porque ciertamente la historia de la especie humana puede exhibir muchos casos de personas, agrupaciones y sociedades donde los juicios retorcidos y los esquemas y dogmas han predominado y predominan por encima de toda razón.
Y en nuestros días, la proyección global de los Estados Unidos bajo la presidencia de Donald Trump clasifica precisamente entre los malos y erráticos ejemplos de ejercicio político.
Hay una gran distorsión de fondo que lo condiciona todo: para la actual administración el resto del planeta y su gente no cuentan, en tanto no sea para supeditarse a la gran potencia capitalista que, por demás —y tampoco lo percibe y admite la Casa Blanca— difícilmente podrá remontar los “días dorados” del dominio casi totalitario de antaño y mucho menos calzarse a estas alturas el tan ambicionado trono universal.
De manera que cuando Trump habla de “los Estados Unidos primero” apenas abarca objetivamente una meta seriamente incompleta y que sin dudas no verá realizada jamás.
Lo ideal —si hablásemos de estadistas bien enfocados, conocedores, racionales y bien formados— sería entonces que el papel de la Unión fuese trazado inteligentemente a partir de la nueva realidad multilateralista que hoy asume la humanidad, donde los Estados Unidos no dejará de tener importancia en tanto país altamente desarrollado y rico, pero en cuyo contexto no podrá lograr que su palabra y su ceño hagan nuevamente temblar y paralizarse al resto de la civilización humana.
Lo perciben estudiosos y analistas fuera y dentro de la sociedad norteamericana. En Oriente Medio y Asia Central, espacios estratégicos para las aspiraciones hegemonistas, la resistencia de Siria y la decisiva presencia antiterrorista de Rusia, Irán y el Hizbolá libanés han marcado el freno a la destructiva ofensiva imperial que hizo del extremismo islámico su instrumento predilecto en semejante aventura expansionista.
Por otro lado, Moscú y Beijing, lejos de debilitarse, se consolidan como dos altamente influyentes polos mundiales ligados a los principios de la multipolaridad y la inexistencia de “estados gendarmes”, y lo hacen en materia militar, política y económica, con resultados realmente notables.
Lo ocurrido recientemente con el programa nuclear de Corea del Norte, que obligó a la Casa Blanca a sentarse en la mesa de negociaciones, y las respuestas airadas, incluso de cercanos aliados, a las pretensiones económicas de Trump de violentar los mercados globales con políticas arancelarias extremas y selectivas que se supone “protejan” a la economía doméstica estadounidense, muestran claramente que los “poderes absolutos” van en baja en estos tiempos.
Mientras, lo que va quedando en materia real a los que agitan amenazas, agresiones y chantajes, es apenas el ripio de la imagen y la carta de la incontinencia verbal sazonada de frases y menciones altisonantes, pero en el fondo sin posibilidades de materialización absolutista.
Y Trump persiste. Acusa a la Unión Europea nada menos que de haber surgido para “fastidiar” a los Estados Unidos, arremete contra China por basar su poderío “en la estafa” a la primera potencia capitalista, y hasta suele arremeter contra la Organización Mundial de Comercio porque a su juicio “siempre molesta” a la Unión.
¿Resultados concretos? Pues una sangría ininterrumpida —dicen las propias fuentes estadounidenses— de los ya corroídos respeto y credibilidad de Washington a escala planetaria, junto a la cola de negativos efectos prácticos que ello supone y acarrea.
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