El 24 de octubre de 1945, aún humeantes las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, cinco decenas de países aprobaron la puesta en vigor de la Carta de Naciones Unidas. Dos años más tarde, en 1947, otra decisión colectiva instauró el Día de la ONU, que se viene celebrando desde entonces en medio de los vaivenes de la más importante de las tribunas globales.
El documento de marras fue el producto del ejercicio de la más esmerada retórica. La exaltación de la paz infinita, la seguridad para todas las naciones y pueblos, la igualdad de derechos, el progreso y la felicidad, y el privilegiar siempre el diálogo al uso de la violencia, resultaron música en los oídos de una humanidad recién desolada por el nazi fascismo, el producto más brutal de la sociedad capitalista conocido hasta entonces.
Desde luego, se dice que el papel todo lo admite y no falta razón a este aserto. Porque más allá de la Declaración y de la propia existencia de la ONU, el nuevo mundo de postguerra ya era un ente enfermo y su descendencia no podía menos que cargar con las taras de turno.
Washington emergió como la primera potencia capitalista al que se sumaron sus socios occidentales venidos a menos, todos alineados en la tarea de hostilizar el fantasma comunista proveniente de la hoy extinta Unión Soviética, del disuelto campo socialista europeo y poco después de la proclamada República Popular China, excluida incluso forzosamente de la ONU por largos decenios a partir de la presiones imperiales.
Por otro lado, navegaba en el mar de la desgracia toda una vastedad de parcelas africanas, asiáticas y mesorientales aún colonias de las añejas metrópolis del Viejo Continente, y que con el tiempo, y mediante no pocas movilizaciones y guerras de liberación, conquistarían su independencia formal y más que duplicarían la membresía de la ONU.
No obstante, asignaturas pendientes de entonces y de hoy resultan la falta de poder ejecutivo de la Asamblea General, el podio más representativo del orbe, y los privilegios en materia de decisión y veto absolutos que se reservaron los ganadores de la Segunda Guerra Mundial y que ostentan hasta nuestros días.
Es cierto que bajo las banderas de la ONU, históricas ínfulas hegemonistas de Washington, calzadas por sus aliados, encontraron más de una vez el pretendido “amparo” de la no menos coja y selectiva “comunidad internacional” (la Guerra de Corea, la imposición de un Estado sionista en Palestina, el asesinato de Patricio Lumumba en el Congo y el enorme rosario de operaciones militares injerencistas que abochornan sin dudas los propios principios fundacionales de la ONU).
Una entidad global que, como consecuencia de las marchas y contramarchas de la historia, también ha marcado sonados hitos de resistencia a los poderosos, y que entonces ha sido amenazada, rechazada y desvalorizada por aquellos que le dan cobija material en Nueva York a tono con su proverbial filosofía, tan vigente hoy, de “o me sirves o te hundo.”
Y así llegamos a este aniversario 73, aún con el interés de los reaccionarios globales de manejar los asuntos e instituciones mundiales a su antojo y agitar los párrafos de la Carta únicamente para cubrir sus maniobras mediáticas y hostiles, como sucedió durante el reciente incidente de intentar utilizar las salas de uno de los organismos de la ONU para denigrar a Cuba, a contrapelo de las disposiciones que prohíben semejante dislate.
No obstante, hemos dicho más de una vez, que aun errática, declamativa y carente de toda la democracia que sería justa y necesaria en su accionar, la ONU es la máxima y única tribuna política que suma al género humano en su inmensa mayoría, y por tanto es un deber universal seguir empeñados en su transformación positiva, en su democratización más completa, y en velar e intentar garantizar que sus más trascendentes principios fundacionales se hagan permanentes reglas de vida y conducta en todas las esquinas del orbe.
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