Cuando a finales de noviembre del 2014 fue aprobado por el consejo de ministros israelí el primer borrador de una resolución mediante la cual se limita solo para judíos la preeminencia y los derechos sobre el resto de los habitantes, quedaba colocado uno de los ladrillos que este tórrido 2018 permitió aprobar en el parlamento, aquel discriminatorio mecanismo que margina —más todavía— al pueblo originario saqueado inmisericordemente y sujeto a viles tratos.
De acuerdo con los códigos mundiales vigentes, en carácter de Estado-nación se designa a la estructura político-administrativa de un territorio con límites definidos, una población étnicamente determinada y minorías por igual establecidas en un sitio regido por un gobierno específico. El concepto fue necesario al término de le Edad Media para definir el nuevo status, cuando se dejan detrás las estructuras feudales y son creadas unidades jurisdiccionales con límites geográficos y normas propias para sustituir a reinos y principados (no todos, claro. Algunos fueron capaces de mantenerse metamorfoseados o crudos).
Desde entonces y pese a los numerosos acontecimientos de los últimos tres siglos, el principio varió poco. Tel Aviv, sin embargo, le da un contenido discriminatorio inaceptable al término Estado-nación. De tomar los preceptos aceptados mundialmente, se debe recordar, ante todo, que Israel carece de fronteras reconocidas, pues tras su fundación como país en 1948 se expandieron por la fuerza en 1967 a costa de sus vecinos (Egipto, Siria y el resto de la Palestina Histórica, esto es la Franja de Gaza y Cisjordania).
Menos el Sinaí que devolvieron a El Cairo, mantienen lo conquistado, pero sin anuencia internacional. Son territorios ocupados y sujetos a un proceso de colonización con violaciones de toda naturaleza. Lo mismo si se refiere a la explotación de bienes naturales, prohibida en sitios sujetos a litigio (Tel Aviv ignora también ese punto de lo asumido internacionalmente), o si se hace referencia a la agresividad practicada contra los palestinos, y Gaza no es la excepción, pues está bloqueada y sujeta a bestiales embestidas sionistas periódicas.
En lo que respecta a lo étnico específico del origen, de un lado está una minoría árabe en los marcos originales otorgados al Estado judío, compuesta en lo esencial por unos dos millones de personas que lograron permanecer en sus sitios de origen más sus descendientes. En un total aproximado, entre estos, los de la Franja y Cisjordania, son unos 5 millones de palestinos, cantidad similar a la forzada al exilio. La procedencia de los israelitas a quienes sus dirigentes les otorgan desproporcionadas herencias, no tiene origen tan específico. Llegaron desde todos los puntos cardinales atraídos por las ofertas de tierras y trabajo hechas por el sionismo.
Cuando se declara la independencia la población total de Israel era de 780 000 personas (630 000 judíos y 150 000 árabes). Los hebreos aumentaron en más de diez veces en los decenios siguientes. Sobrepasan los 7 millones en la actualidad debido a la inmigración masiva que tuvo picos relevantes en años como el 2014, cuando arribaron desde Francia y Ucrania, aparte de grupos etíopes de confesión judaica. Unos 3 millones llegaron desde antiguos países este-europeos o desde el espacio postsoviético. Muchos no conocían ni la lengua ni la religión hebrea. Lo confesional, no es puro, pero sí el único denominador común para dar marco de identidad a personas de tantos orígenes y mezclas con la nueva ley.
Quienes vienen estudiando los intentos para darle carácter de excepcionalidad o basamentos al pretendido derecho a poblar tierras específicas quitándoselas a otros, sostiene que la ley recién aprobada es consecuencia del enfoque más abyecto de la ultraderecha en Israel, que tiene en colonos extremistas y entes religiosos ultra ortodoxos, sus puntos de apoyo y enlaces. Encuentran inquietantes similitudes con las esgrimidas por el nazismo contra ¡los judíos! El detalle da tonos inconcebibles a los descendientesdel holocausto ahora convertidos en victimarios.
“Ley de Estado-nación” implica que los restantes grupos humanos sean de segunda o tercera, pero, además, encierra una trampa consistente en contar dentro de él los territorios palestinos ocupados de la Ribera Occidental y declarando a Jerusalén por dictamen, capital del régimen sionista.
El texto consagra sólo a los judíos los derechos nacionales a contar con una bandera, himno y otros símbolos nacionales y prerrogativas de vida. Esa supremacía sobre los restantes conglomerados existentes, institucionaliza la discriminación por credo y origen. Sin embargo, en la Declaración de Independencia (14 de mayo, de 1948), texto que a muchos efectos figura con carácter de Carta Magna a falta de una propiamente concebida, se plantea: “Israel estará comprometido con los principios de libertad, igualdad y tolerancia para todos sus habitantes, sindistinguir religión, credo,raza, sexo o cultura”.
Esa máxima se esgrime como prueba de que es la única democracia en el Medio Oriente. Se la remite al olvido o a lo falsario donde siempre debió esta, pues con el texto aprobado por el Knesset, no pretende darle una simple preponderancia a los valores judíos, en definitiva usados de manera corriente. Es que se descarta la igualdad entre todos los ciudadanos y, además, elimina el árabe como lengua cooficial.
El decreto tuvo el voto de los partidos de derecha y los más extremistas, pero fue rechazado por otras formaciones del centro y la izquierda. Al cabo, varias organizaciones árabes plantan demanda sobre los artículos más polémicos de la ley. Las posibilidades de éxito para un cambio son mínimas pese a criterios que califican de “crimen contra la convivencia” o de “racista” lo legislado.
Dentro de Israel hay adversarios de esta determinación y desde otros sitios emergen críticas. La cancillería egipcia acusó al régimen israelí de “discriminación racial” y que asuma como suyos los territorios palestinos ocupados, incluyendo a la ciudad ocupada de Al-Quds (Jerusalén). Esta ley “consolida la idea de ocupación y segregación racial, y socava las oportunidades de lograr la paz y el alcance de una solución justa y global a la causa palestina”, dice la protesta egipcia.
“El gobierno turco condenó por racista la ley destacando el propósito de borrar legalmente a los palestinos de su tierra natal, y poniendo obstáculos a la solución de los dos Estados aprobada por la ONU.
El Embajador de la Unión Europea ante Israel plasmó su repudio planteando: “la Ley impulsada por Netanyahu huele a racismo pues discrimina a grupos, especialmente a los árabes”. Ese criterio recuerda lo expuesto por el ex premier y jefe de organizaciones terroristas, Menajem Begin, ante el Parlamento israelí en 1982: “Nuestra raza es la raza maestra. Nosotros somos dioses sobre este planeta. Somos tan diferentes de las razas inferiores como ellos lo son de los insectos”.
Es, en definitiva, el esqueleto de un precepto que si fuera anunciado por otras naciones provocaría un escándalo y oposición mayúsculos. Parece, sin embargo, que hay exceso de sensibilidad al juzgar a unos y cierta complicidad o pedestre resignación en otros ante horrores de la peor estirpe.
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