Hace unos días se dio una polémica en torno a un popular cantante de música urbana, el cual posee un arraigo en un sector amplio de la juventud. Aunque de hecho los medios de la comunidad exterior les dieron a los sucesos una cobertura casi total y las redes sociales estallaron con informaciones al respecto; fue muy escueta la indagación que los sitios institucionales de la isla le dieron.
Y es que es mucho lo que todavía en cuestión de tratamiento a los hechos queda por recorrer en la experiencia cubana, se trata de años en los cuales hubo una política comunicacional errática que no daba en el blanco y que más que nada iba a la dinámica de la prueba y del error.
El mundo contemporáneo es el de las redes sociales, la rapidez con que se producen los sucesos y los sesgos informativos no da paso a otras formas de entendimiento de la vida. O las instituciones se montan en esa lógica de la velocidad del consumo o quedan rezagadas como parte de todo el atraso que ello conlleva en materia de producción de la cultura.
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La promoción de los géneros populares de la música ha estado por años en manos de personas no profesionales que no poseen la capacidad de jerarquizar las maneras y de estar conscientes del peso del consumo de cara a la conformación de gustos y de valores en los públicos.
Lo que las instituciones deben saber en materia de comunicación es que nada de lo que se haga en función únicamente de vender será efectivo, sino que deberá haber una cuota de trabajo cultural que de alguna manera discrimine las prácticas que nada aportan. Aun en el género más urbano y más metido dentro de las raíces populares, hay elementos de valor que convienen resaltar y que aluden a comportamientos y axiologías del presente y del legado de los que hicieron una identidad cultural.
A su vez, pululan en esos géneros elementos de importación que no siempre son los que convienen en la construcción de propuestas artísticas que edifiquen espiritualmente. La música crea y valida comportamientos y lo vimos en los sucesos de la Finca de los Monos, en los cuales hubo cierta cuota de violencia dada por el contexto sociocultural creado en parte por el consumo simbólico de determinada música. No quiero ser absoluto ni culpar a nadie de nada, pero no es menos cierto que los patrones se traducen de manera masiva mediante los vectores de consumo cultural y la música es uno de los principales.
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¿Qué se puede esperar del género urbano del reparto? Criminalizarlo no hará que desaparezca, ni borrarlo de las programaciones. Lo que las instituciones deben hacer es un trabajo cultural con esos creadores, brindarles espacio, validar sus propuestas desde la propia responsabilidad del criterio, crear elementos para a superación, hacerles ver que en los sitios donde se mueve la crítica de arte y el crecimiento profesional son bienvenidos. No marginar a esos grupos, porque ello deriva en mayores males y en la reafirmación de una cultura de la violencia de la cual las instituciones no pueden participar ni siquiera de manera colateral.
Cuando en el futuro se escriban las crónicas del presente cultural ahí estará el género urbano como parte de la conformación de una identidad en las nuevas generaciones, entonces conviene que las instituciones no abandonen esos espacios, sino que sepan integrar una dinámica en la cual no solo nos va la política cultural sino lo que somos como país. A las nuevas generaciones se les llega en sus códigos y no silenciando los espacios en los cuales se mueven ni haciendo que los gustos musicales caminen en la opacidad del bajo perfil.
Siempre que el reparto pueda pasar por el tamiz de la crítica musical y se den los espacios necesarios, habrá que jerarquizar ese consumo, influir en los jóvenes, crear paradigmas que se aparten de la marginalidad de los valores y conducir el proceso creativo desde los principios que nos distinguen. Mucho hay que hacer para que la música no pierda ese protagonismo en los procesos de participación desde lo público, pero sobre todo conviene que se creen mecanismos para proteger a los artistas y a sus públicos de la precariedad del mercado y de esa manera no dejarlos a su suerte como parte de los procesos de deconstrucción tóxicos que conducen a la desintegración y los antivalores. ´
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No olvidar que todo posee una dimensión simbólica a partir de la cual bebemos los elementos de la conducta y que la música crea patrones de conducta y elementos del carácter, sobre todo en los más jóvenes que están al pendiente de las producciones más recientes de sus ídolos. De ahí que en los últimos años hayamos estado al tanto de las famosas tiraderas que no son otra cosa que una expresión musical de la cultura de la violencia de la que hemos hablado.
La expresión más directa de que estamos ante uno de los elementos más puros de la manifestación tóxica de un género que no ha sido conducido por la política cultural, sino que se dejó de la mano del mercado y que ahora produce aquello que se vende sin que por ello exista una autorregulación y mucho menos un mecanismo de control externo y anexo a las instituciones.
Es mucho lo que queda por saber y por implementar en cuanto a la concreción de políticas culturales que regulen los procesos de creación y de exposición del mundo simbólico que determina los consumos. Pero lo que no debemos perder de vista es que el procedimiento es defectuoso en estos momentos y que la finalización de las carreras en manos de la marginalidad e incluso la violencia de otros contextos tiene no pocas cuotas de responsabilidad de parte de las instituciones que no participan y que se comportan de manera silenciosa y ausente en ello.
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Los espacios para la creación de los géneros urbanos deberán tener el nivel de seriedad y de especialización que requerimos como consumidores y además hacer un papel activo desde la jerarquización de los consumos y desde la cocreación de las proporciones estéticas.
Por años tuvimos una crítica especializada que condujo a los compositores y los obligaba de alguna forma a una comunicación con los públicos desde la responsabilidad, pero desde que ese sector de la profesión cayó en crisis, no se ha visto nada en el horizonte que pueda reconstruir los espacios para el criterio.
Lo que las instituciones no pueden hacer es más de lo mismo, no deben ser una especie de hombres de negro que solo aparecen en medio de coyunturas y de emergencias para dar escuetos comunicados y luego estarse una larga temporada en silencio. Así no funciona la interacción cultural ni la conducción del consumo.
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