La Bienal de La Habana por mucho tiempo ha sido catalogada como de elitismo, evento para entendidos, concertación de críticos de arte y de creadores, espacio solo para exclusividades; pero lo cierto es que apartando esos aspectos en buena medida infundados, se trata de una de las reuniones de tendencias y de estéticas más democráticas y variopintas de la región caribeña, en la cual se puede observar lo mismo una propuesta conceptual conservadora que una que aspire a romper con el molde de los lugares comunes.
Más que una manera de colocar el arte, la Bienal piensa el arte de una forma diferente y trata todas las veces de que ese fenómeno de la sociedad no quede relegado en las galerías o los circuitos más simples. A fin de cuentas, una Bienal que se hace en Cuba no puede cometer las mismas visiones y vicios que se hallan allende el mundo y que no privilegian el discurso sino la oportunidad de mercado.
Ahora bien, en la Cuba actual, con sus contradicciones, nos conviene hacer una evaluación de lo que nos queda de este proceso y qué podemos seguir potenciando amén de las dificultades. Se sabe que los recursos que siempre fueron limitados, hoy lo son mucho más y que ello afecta las dinámicas de producción de sentido y de reproducción simbólica del país.
La Bienal en parte es eso, es la posibilidad de que los significados de la patria no queden a la vera, sino que tengan en esas exposiciones la iluminación necesaria. Porque una de las cuestiones que puede traernos la crisis material es que se cosifique el discurso de los artistas o que se detenga en determinado estadio. Y el país tiene que poseer un horizonte y expresarlo a partir de la producción de piezas de sus hacedores.
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La Bienal no ha muerto, a pesar de que le han tirado con todo para desaparecerla y la han querido no comprender. Quizás su lógica basada en la belleza y la ruptura es lo que molesta, además de que no ha tenido jamás un instante de mediocridad, a pesar de su esencia diversa y hermosa. Y es que la Bienal convoca, con total espíritu sano, sin que medien otras cuestiones de la existencia.
Sé que las artes son un mundo de élites y que en cierta medida los creadores son aristócratas del espíritu, pero más allá de esas nociones, las exposiciones son la oportunidad para que todo eso esté presente en la cotidianidad y por ello es socorrido el chiste de que en tiempos de Bienal nos podemos topar literalmente en una parada con una pieza de altas complejidades desde sus lecturas semióticas.
Es por ello que sostener la vida cultural de La Habana es hacer la Bienal, porque es parte del ciclo de producción de una urbe que requiere de esos momentos en el año. Más que exponer es el arte de la representación y de la vida en todo su esplendor, es la maravilla de contar con una ciudad completa como telón de fondo y poderla significar, ya que eso tiene otras derivaciones tanto ideológicas, como políticas y sociales.
La Bienal construye una manera de ser lo que somos y de comportarnos como pueblo culto, a sus predios han acudido aristas de la más variopinta condición desde personas que cultivan una manera más contemporánea hasta aquellos que les gusta seguir el canon y es que para eso existe la democracia del arte y tal es el ejercicio de jerarquización de las cuestiones que allí se exhiben.
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Cuando se deje de hacer algo como esto, será el augurio malo de que algo no va bien y que hay que corregirlo y darle la dirección y la vida que lleva. Cuba es una nación marcada por las porciones más luminosas y si vamos a las artes visuales allí están las marcas de procesos de identidad en los cuales la vanguardia del pasado plasmó la contradicción de lo que somos.
La Bienal tiene siempre el más alto honor de ser la continuadora y de establecer las pautas para que en Cuba siga habiendo un discurso rompedor en las artes, uno que no se quede en la simple imaginería de la isla de ensueño, uno que dé paso a cosas en el campo de los significados que se tornen en conceptos, en realidades, en talentos expuestos. Para eso es la Bienal, una que no se politiza en el mal sentido más allá de ser lo que es y de comportarse como el espacio abierto, de rigor, diverso y de una articulación amplia.
No es por cancelar, ni por establecer censuras, pero la Bienal también es un filtro del arte que no se jerarquiza y que no apunta hacia estándares. Es parte de la función lógica de un evento que no claudica ante los márgenes de la colonización cultural y sus fieles estructuras internas y externas.
Estar en la Bienal es hacerlo con rigor, con respeto hacia la obra y hacia uno mismo, por ello, es el ejercicio crítico de mayor envergadura. No solo se exponen las piezas, sino que el consumo decide y establece sus pautas y de esta forma queda quizás cosificado el arte que se está haciendo en Cuba. Un proceso que es pétreo porque en la próxima Bienal se sigue moviendo. Se establece un mapeo importante de lo que está sucediendo en el país y por dónde va el consumo.
La Bienal tiene que mantener su ritmo de apariciones y de secuencias, sus conceptos, su lucha por la permanencia en condiciones más que duras. Esa es la crónica de un evento que es equivalente a la de una nación que no naufraga.
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