Lo primero que hay que decir de Los mundos de Coraline (Henry Selick, 2009) es que se trata de una película de animación para todas las edades, mezcla de Alicia en el país de las Maravillas y El viaje de Chihiro.
Basada en una novela de Neil Gaiman, narra la historia de una niña que, al atravesar una pared de su casa, encuentra una versión mejorada de su vida: sus padres son más considerados con ella, pero las sensaciones maravillosas darán paso al miedo y a la angustia.
En otras palabras. Una niña cuyos padres no le prestan demasiada atención, encuentra que en la casa donde viven hay una puerta secreta que da a otros padres idénticos a los suyos con la pequeña salvedad, que tienen botones en vez de ojos.
Con cada visita a ese mundo paralelo, Coraline reafirma su infelicidad y empieza a cuestionarse por qué no quedarse con la madre con botones. Los mundos de Coraline son una llamada de alerta, o un grito de ayuda de esas familias que tienen hijos por tenerlos...
En la cinta se dan vida a criaturas tan extravagantes como extraordinarias, como es el caso del gato que vive en ambas dimensiones, del que Coraline se hace amiga. La cámara es fascinante: grandilocuente y ambiciosa, explora todos los ángulos imposibles que puede.
El conjunto es una muestra de cine de terror expresionista, indefinible y morboso, que provoca una placentera mezcla de fascinación y ansiedad. El sistema tradicional stop-motion demuestra ser la herramienta indicada para la película, que termina siendo, en cuanto a sensaciones provocadas por el suspenso, una mezcla entre El resplandor, de Orson Welles, y La Bella y la Bestia, de Disney.
Neil Gaiman plantea en Coraline un cuento de hadas de línea clásica, deudor tanto de los ancestrales cuentos infantiles como de la imaginación exuberante y surrealista de Carroll.
El filme entero deviene metáfora del umbral que separa la niñez de la madurez, que supone enfrentarse a nuestros miedos más arraigados. Habla de la necesaria asunción de la realidad y de cómo supone aceptar el destino que nos ha tocado vivir… o al menos las cartas con las que hemos vivido… amén de que queramos siempre cambiarlas.
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