Hay muchas cuestiones que vienen de la mano de la recién acabada saga espía – policiaca del querido agente 007 que comenzó Ian Fleming (1908 – 1964) por allá por el año 1953, que ha sido multi versionada en el cine. Joya de toda la parafernalia que lleva consigo el espionaje.
Esta última, terminada con la entrega No time to die (2021), ha causado muy buen gusto entre los seguidores de la acción medida a golpe de disparos, la coreografía bien coordinada y los villanos clásicos: carismáticos y sumamente inteligentes (a la vez que feos a morirse), siempre vencidos por el paso diestro y, a veces, premeditado del héroe. Pero, de todas las cuestiones que pueden describir estos filmes pertenecientes a la saga, la elegancia, es la principal. Dentro del neo noir con que se entrelazan los filmes, el agente especial se las ha arreglado para representar toda la elegancia posible y la simbología tradicional correcta de su país.
James Bond, interpretado esta vez por un Daniel Craig (The Jacket, Múnich, The Girl with the Dragon Tattoo) feroz y diestro, con un temple que recuerda la caracterización del gran Sean Connery (Der Name der Rose, The Untouchables, The Hunt for Red October), no solo está para mostrar de vez en cuando su Walther PPK de balas interminables, o en cambio, de múltiples murumacas para cargarla, ni tampoco está para andar rondando las escenas en Rolls Royce (escasa vez reluce su viejo Aston Martin) o saltando coreográficamente el pavimento y las llanuras en Range Rovers o Lang Rovers. En cambio, este Bond, susurra la lucidez de sus acciones, conspira para que todo salga a su forma, a la vez que explora cada filme como una reseña vital bajo la máscara de varios “punch lines”.
Se hace muy claro que su caracterización es una exaltación de las anteriores entregas. Una apropiación nata de la muestra hetero – patriarcal que se resiste a desaparecer de sus versiones predecesoras. Al parecer, James Bond, no puede abandonar ser ese dandi seductor que pone a todas las chicas a sus pies en una reacción amor – aversión. Es parte de su estilo ser así. Es parte de lo que su argumento refinado necesita para calzar toda su trama. Es lo que es y debe ser. Empero, esto forma parte del equilibrio que desarrolla toda la saga. Y sinceramente, no es de lo que este humilde cinéfilo viene a hablar.
No está enfocado tampoco en dar una conferencia cinematográfica sobre la perfección del sector oculto de las fuerzas armadas inglesas, escondidas tras los muros del MI6 o en los viejos túneles al costado del emblemático puente londinense. Mucho menos en cerrar una imagen sobre la representación de la alta tradición burguesa de la antigua Inglaterra, donde predomina el hombre con índices de alcoholismo, de fácil palabra, mujeriego y atrevido (en una imagen muy estereotipada a la que se le puede sumar la capacidad para tomar té a todas horas). 007 es la muestra expresionista de dicha elegancia mientras se discute entre la dualidad de su discurso.
Esta elegancia que, como parte del concepto por igual, va tomada de la mano de la simplicidad, que es aquí donde radica la belleza de su confección, la sencillez de encuadre, performance e industria.
A que me refiero sin ser tan complejo de palabras, cada película aborda la vida de este personaje entre misión y misión, esta vez embarcado en descubrir los líderes de toda una organización hasta su misma muerte. Pero, mientras el agente libra su lucha contra las agencias del mal, no deja de lado su aventura, por así decirlo, vital. Su crecimiento como persona, su madurez, sus sentimientos, veces destrozados por la pérdida, otras reconstruidos por la dicha. Y entre ambos extremos miles de cuerpos vacíos donde depositar sus frustraciones que son retratados con la minuciosidad de la correcta fotografía que no desperdicia ningún hilo de belleza. Que mal paga la vida cuando se derrochan hermosas mujeres por el bien de una misión o el simple sentido de la historia.
Visto así, no queda otro James Bond que un cadáver inteligente que sabe tirar balas a diestra y siniestra. No obstante, dentro de su excentricismo, su adaptación a la pérdida cercana, la sentimental y el rechazo a la autoridad como muestra clara de su egocentrismo, también nos dejan a un hombre que busca sanar sus heridas propias tratando de no morir en el intento, irónicamente.
Eso es lo malo de cogerle el gusto al fuego.
Así se humaniza la cara icónica de este ser, tratando de absolutizar la idea plenamente mordaz y actuante que posee el personaje.
Radica en su estética vital su forma de convivir con el ambiente sentimental – violento que nos expresa esta saga que acaba de culminar. Es esta estética delineada para encantar la que entrelaza todo un mundo de sujetos y objetos que coinciden para, a modo de roces y leves caricias, adornar la imagen en una cruel dirección hacia la fatalidad.
La primera película del nuevo (ya viejo después de 16 años y 5 películas) James Bond, Casino Royale (Martin Campbell, 2006) se pincela un agente inmaduro, que se abre paso de oportunidad en oportunidad y por medio de golpes de suerte cuando su prepotencia no le nubla el sentido. Aquí la elegancia radica en la plasticidad de cada toma, de cada plano que se entrelaza como un juego de cartas llevado de la mano de varios maestros hartos de tranquilidad, sapiencia y picardía. Repleta de altas y bajas, donde Bond tiene que, debe, absorber cada pizca de conocimiento. Esto, mientras lidia con el romance que lo logra, al fin, sacar de su zona de confort, y desde su perdida, lo hace madurar, creando la belleza en la desgracia, supuestamente.
Algo similar se repite en la última entrega: No time to die (xxxx, 2020), donde mantiene ese amor de la película anterior, Spectre (2015), pero lo abandona ante todo rastro de felicidad creyendo una vez más verse traicionado, verse en peligro su persona. Mas, no vuelve a su antiguo yo, prefiere conciliarse una nueva personalidad aparente dentro del abrazo a la tragedia. Aquí, el filme, invadido por las mil manos de la comercialidad, explota diversos clichés que atemperan aún más el drama. Y la plasticidad de la imagen esta vez conspira en contra de este sentimiento, enfocándose en la nueva misión (no todo sucede así, ya después vuelve a la cotidianidad sentimentaloide, nunca ponen algo que no se recicle después).
Esta última funge como alabanza a todas las anteriores, recreando pericias que conmovieron cuando sus predecesoras vieron la luz. Aquí también la elegancia, de mano de la seducción, toma un especial sentido que absorbe toda la muestra total de la saga.
No se busca tratar este término solo asemejado al glamour o el valor estético que trae consigo, tampoco a la absoluta belleza. Sino, y aclarando, el concepto plástico que delinea con sus gestos, movimientos, encuadres y secuencias. Es un concepto que atraviesa transversalmente dicha obra, desde su imagen y repercusión hasta su composición y tecnicismo. Respeta la forma en que se creó más se asemeja a los tiempos actuales.
Cada situación prolifera desde esta idea generalizada, no rompe esquemas impuestos, pero si, y de buena manera, traza la línea divisoria entre el conflicto y su manera de expresarse de cara a la pantalla, sin más trampantojos que la misma declaración argumental del mismo.
Con No time to die, se realiza un final diestro para la saga que, según su misma audiencia, la de ahora, la antes, la de siempre, ha respetado la vida fantástica, humana y elegante de este agente, que no descansa en paz en realidad, solo es otro cierre dentro del ciclo que está por reiniciarse.
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