La relación entre una mamá y su hijo varón es una de las más hermosas que existen. El nivel de admiración, afecto y preocupación por nuestro bienestar que esos pequeños nos brindan es algo indescriptible.
Se trata de un fenómeno descrito por la sicología, y si el vínculo es sano esa fascinación primera de los hijos pasa luego a un cariño y unión sólidos.
He hablado ya en esta columna de mi hijo, un señorito que me dice: "mami, eres linda", "mami, te quiero mucho" innumerables veces al día; que si está jugando hace una ronda por la casa cada cierto tiempo para saber en qué parte estoy; que, de pronto, antes de irse a dormir, me susurra: "mamá, yo te respeto mucho cuando estás trabajando".
A mi caballero, celoso de todo cuanto se interponga entre nosotros, trato cada día de ayudarle a construir una masculinidad diferente a la imperante en el mundo; nunca lo coloco por encima de su hermana, ni le permito cosas que a ella no. Quiero que ambos aprendan por igual todo lo que les apuntale el camino de convertirse en adultos funcionales y felices.
En la mañana de ayer viernes me di cuenta de que mi chiquillo va creciendo. Llegamos al círculo y me pidió tomar una flor del jardín. Afuera de su salón, él ‐que siempre se demora unos cinco minutos despidiéndose de mí varias veces‐ apenas me dio un abrazo y entró. Mientras ayudaba a mi hija a colocarse la mochila, vi como su hermano se sentaba en una mesa y en vez de darle a la seño su florecita, como siempre, se la regalaba a una niña y le daba un beso. La niña sonrió y guardó su flor en la bolsa.
Tanta fue la ternura que tuve que contarle a mi esposo, al padre de mis hijos, a mis amigas...
Criamos hijos para el mundo, y verlos construir otros afectos, con su hermana, con el resto de la familia, con sus amigas y amigos del círculo es parte del regalo de haber decidido ser madre.
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