//

lunes, 25 de noviembre de 2024

La Silicíada

Hoy les recomiendo el cuento ganador del concurso César Galeano 2017...

Isla
La isla de los bienaventurados, el Valhalla o el Edén son solo proyecciones literarias de este gran almacén (Maick Henrry Conesa Moreno / Cubahora)

Por: Carlos Rivero Silva

I


Solo yo conozco el secreto que se esconde detrás del canto de las sirenas, pero no me es dado revelarlo. ¿Cuántos arcanos de la historia no se han ido para siempre a descansar a la tumba de una sola persona? La Historia más cruel es aquella que surge de las sumas de esos silencios. Nadie tiene derecho a marcharse con tanto, es cierto, pero no he sido yo quien lo ha dispuesto así. Si pudiera hablar, pediría que me recuerden, porque he de morir pronto y temo lo que cualquier persona teme antes de morir. Quisiera que mi epitafio fuera: “Aquí yace Sandro Funes quien escuchó el canto de las sirenas y vivió para describirlo en lengua digna”. Pero no puedo escribir, no puedo hablar, no recuerdo cómo funcionan las palabras, pero sí puedo recordarlo todo con la certeza justa como para darme cuenta de que conozco una verdad inútil. Pero ya que se me ha prohibido dar testimonio cierto, puedo decir las maneras en las cuales nada de esto ocurrió:


Silicia no es la lámpara mágica de Aladino. No cumple deseos: los produce. Pero saber esto no fue suficiente para disuadirme de buscarla. Apareció por vez primera en un sueño lúcido en los que, llegado a un punto, eres consciente de que quien te persigue no te alcanzará, o que no morirás al culminar la caída libre o que no te avergonzarás por quedar desnudo frente a todos. Al cabo, maldices el momento en que te diste cuenta. Te aferras a esa gran metáfora que es el mundo onírico y dices: “¡qué importa que esto no sea real!”. En aquellas noches adquirí el don que me condujo a quedarme sordo y afásico. En las películas, la incapacidad del protagonista se le recompensa con un don, pero a mí me sucedió lo inverso: el don me atrajo una incapacidad. Como sinestésico supe que el gusto salado era esdrújulo y agudo el dulce, que el susurro era violáceo, y que la puerta al cerrarse contra su marco amarillaba el cuarto como todos los ruidos de percusión, quizá un poco frío, casi un ocre. Percibir el sol era un martillazo ensordecedor que me aturdía de claridades hasta despertarme. Un gran don sin dudas.


Pero una noche, de repente (porque como dice Chejov, en las historias siempre sale a relucir un “de repente”), soñé que era una chica de pelo corto y ojos felinos que se convertía en una estatua de silicio en frente de todos en una biblioteca. Sentí cómo mis huesos se quebraban y un sonido muy agudo quisiera ensancharse dentro de mis oídos hasta hacerlos estallar; pero nada de dolor. Grité. Entonces todos se voltearon hacia mí, pusieron su dedo índice sobre sus labios y emitieron un ¡shshsh! Un hombre calvo se quitó los audífonos y como pretexto para flirtear con la rubia de enfrente le dijo en voz baja:


—¿Y a ella qué le pasa?
—Parece que se está convirtiendo en una piedra de silicio —respondió la rubia y dejó ver los aritos de ortodoncia mientras tomaba un sorbo de agua de una de esas botellas plásticas con absorbente.
Entonces el calvo se remangó la camisa como si fuera a cambiar los neumáticos de un auto. Tomó su laptop y se sentó en la mesa de la rubia que ensayó una sonrisa severa, pero que alivió de inmediato en una expresión tibia y crujiente como un croissant.
—Un espectáculo maravilloso. ¡Qué lástima que haga tanto ruido! ¿Quieres pedir un deseo?
—Yo no creo en esas cosas. Sin embargo, sí me parece algo bello; vamos, que no soy de piedra —repuso ella y ambos rieron.
—Pues entonces te la voy a regalar.


Me tomó tiempo recuperar la calma. El silicio había cubierto mi cuerpo nuevo hasta la cabeza, al punto de que a través de ella la luz de la bombilla proyectaba en el suelo un arco irisado. Alguien que parecía conocerme me hizo una señal desde el pasillo que conformaban varias parejas de anaqueles. Era un joven contrahecho, de nariz abultada; llevaba un pullover negro con una pipa marrón y un gran letrero que decía: Ceci n'est pas un rêve. Se acercó y puso un volumen sobre la mesa, extrajo un sándwich de un envoltorio de aluminio y comenzó a comer como si no temiera ser amonestado. Yo, aunque inmóvil, pude ver de qué se trataba: era un índex de citas sobre lugares perdidos. El joven me observó hasta mientras terminaba de comer. Luego me dijo:


—Puedes hablar, no tienes que permanecer así petrificada todo el día. Si la información te sirve de algo, estamos en un sueño. Seguro me querrás preguntar por qué he venido a buscarte y yo te responderé con gusto, pero por lo pronto no me gustaría hablar con una piedra.


Lancé un gemido estéril, anémico, tan bajo que apenas hizo vibrar la masa de silicio.


—Intenta hablar más alto pero no te despiertes —dijo el joven, con el envoltorio de aluminio hizo una pequeña pelota para lanzarla al cesto de basura. Entonces volví a intentarlo con todas mis fuerzas y de inmediato se oscureció toda la biblioteca. Me desperté gimiendo sobre la cama y un hilo largo de saliva se tendió entre mi boca y mi almohada, pero me tomó mucho esfuerzo desperezarme y el sueño volvió casi intacto.


—Ya me di cuenta que estaba soñando. Me siento raro en este cuerpo de chica pero tengo curiosidad por saber qué significa todo esto. Para empezar… ¿Cuál es su nombre?


—No tengo nombre, pero me puedes llamar como quieras, porque serás la única que lo haga. Así pues, selecciona un nombre que puedas recordar bien porque en los sueños es muy difícil recordar.


—¿René te gusta? Te llamaré René, como el pintor de esa pipa que llevas en tu pullover.
—¿Y qué sabor tiene mi nombre?


—Ni idea. Después de todo parece que no soy Sandro Funes. Tengo sus recuerdos pero no sus habilidades. No sé si decir si me siento extraño o si me siento extraña. ¿Nunca te has sentido como si hubieras sido creado hace algunos instantes con los recuerdos de hace decenas de años?


—No lo siento, tengo la certeza. Soy una criatura de los sueños, soy un silicio. Todos podemos ser otra persona alguna vez. Las metáforas existen porque manifiestan una verdad que no queremos creer. Una situación puede ser expresada en términos de otra situación porque pueden intercambiarse realmente —dijo el joven y abrió el libro en cuyo domo había dibujada una sirena—. Tu país es ahora este. Aquí es a donde realmente perteneces —repuso con voz solemne y guardó silencio por unos segundos—. Se llama Silicia y no me preguntes por qué, pues yo no lo puedo saber todo.


—Pero eso no es real.


—Es tan real como todos tus deseos. Y los deseos son muy reales, al punto que gobiernan sobre la vida y sobre la muerte. Silicia no es exactamente un lugar, es más bien una conjunción de esos deseos. Allí es a donde se crean y se modifican, y allí van a parar todos las fantasías frustradas de los hombres. La Atlántida, La isla de los bienaventurados, el Valhalla o el Edén son solo proyecciones literarias de este gran almacén. Silicia es tan real como yo, que también soy un silicio. Tú también eres un deseo, el de ser tú mismo, el de aferrarte a la vida y rechazar que en el fondo solo seas un personaje de algún sueño ajeno.


—Tú eres una imagen en un sueño extraño, nada más que eso. Yo no, acabo de despertarme y has desaparecido. Si quisiera, podría hacerte desaparecer de nuevo.


—Pero no quieres, porque yo soy uno de esos deseos también, acaso uno de los más vehementes pues me has dado carne y un magnifico pullover de René Magritte. He desaparecido para ti porque tú también lo has hecho para mí. Pero aquí han transcurrido 3 días y ya es lunes, así que vayamos al grano antes que los demás nos descubran y sepan que solo son un relleno en el sueño de otro. Mira aquí: hay varias fuentes que hablan del país de los Silicios.


Durante varios minutos René estuvo mostrándome citas de diversos autores. Muchos la hacían coincidir con la Tierra de los bienaventurados o se referían a la capacidad de sus habitantes para escuchar libremente el canto de las sirenas gracias a su fe en la fuerza de la meditación y las abstenciones. Así continuó el libro durante varias páginas hasta que, en una de ellas, mi nombre apareció escrito con una referencia a un extenso poema en dáctilos llamado la Silicíada. Sin darme tiempo para sorpresas el joven del pullover negro me dijo:


—Esa es la razón por la que he venido a buscarte. Las sirenas, madres de los deseos y señoras de Silicia, te han escogido a ti como la persona que cantará en lengua digna la suerte de su raza. Pero no podrás contarle a nadie, aunque quieras, pues cuando atravieses el límite del país de las sirenas habrás de olvidar tu lengua castellana. Desprovisto de lápiz o papel, la epopeya ha de ser escrita solo con tu memoria. Tienes un gran don, pero también un gran destino del que no puedes escapar. Nadie escoge ni cuestiona lo que desea, solo lo hace. Tú quieres escribir este poema épico y hacer algo memorable. Para cumplir tu destino debes venir conmigo a Silicia, pero al entrar aquí, abandónese toda esperanza.

II


Cuando comencé a escribir la Silicíada las palabras chocaron entre ellas frente a mis ojos y arrojaron chispas metálicas, produjeron metáforas fosforescentes y artísticas conjunciones. Dispuestas todas sobre el cielo, yo las contaba. Cada una fue todas las palabras, y como las constelaciones, cada una era todas las figuras. Solo se debía observar con cuidado.


En las mañanas intentaba memorizar los versos que escribía por las noches en los sueños. Cuando uno pierde la memoria verbal va perdiendo de a poco la inteligencia y el orden de las ideas. Al menos eso era lo que pensaban todos los que advirtieron que ya no podía hablar ni escribir en castellano. Si mi historia debiera ser contada por quienes solo me veían en la vigilia, habrían cometido una injusticia al decir que padezco de afasia. Si fueran buenos describiendo, compararían mi afasia con la amnesia de los espejos, los cuales reflejan pero no pueden ver, o quizá con una gran caja donde están todas las palabras amontonadas unas sobre las otras, de donde yo las extraigo y las muestro al azar. Tampoco sospecho qué narrador escogerían. Quizás lo más apropiado sería un monólogo interior a lo Joyce o a lo Faulkner, pero desconocen lo que me sucede en realidad. Sin embargo, una tercera persona tampoco es apropiado porque se perdería todo el drama: este yace atrapado entre mi cerebro y mi lengua. Definitivamente, una tercera persona no va, porque quedaría frívolo y distante, más o menos así:


 Los hombres sinestésicos existen: En Dolores había uno que se llamaba Sandro Funes y que no cobraba las consultas. Nadie hubiera creído en alguien que pudiera ver los sonidos o escuchar los sabores, pero era del agrado de todos presenciar cómo Sandro podía dibujar el gusto de un mango o escuchar a qué sabía el nombre de cada cual. Roberto, el mensajero del periódico, supo que el suyo sabía a canela mojada. La vecina de al lado, cuyo nombre era Ana y a quien los dulces le quedaban muy dulces, Sandro Funes le dijo que aunque fuera corto, su nombre sabía a sudor y que prefería llamarla Betty o Yolanda. Un día, a alguien del barrio se le ocurrió tomarle el pelo: preparó un amasijo de distintos sabores en un jarro de aluminio al cual se le fotografió con una cámara de celular. Después, llevaron múltiples fotos de la mezcla a casa del viejo Sandro Funes y le preguntaron cuáles eran los ingredientes. Para sorpresa de todos, el sinestésico respondió con acierto y de manera prolija. No tardó en transformarse en el orgullo del barrio de Dolores, porque los barrios pequeños se enorgullecen de todo aquel que los ponga en el mapa. Todo iba bien con su don, hasta que una mañana comenzó a hablar en una jerigonza extraña y ya no pudo contar más de lo que sabía. Los médicos le diagnosticaron afasia como una consecuencia de demencia. Su hijo, advertido de lo que les sucede a los ancianos dementes, lo ató a un taburete frente al televisor de la sala para evitar que se marchara de casa.

Como no quiso amordazarle la boca para evitar el ruido de los gritos, prefirió ponerse tapones en sus oídos. Amarrado a su taburete, Sandro Funes pasó jornadas completas entre la repetición de palabras extrañas y letanías como esta:
De sábala, sarga, de sábala, capa, Silicia.


Cote áucea polenda caranda li bian carecín
¿lon tírone al fonque um suelven las mipas de Licia?
¿um suelven las mipas, sur andes brimande lusín?
On calas lauceria si cainte lon siemboke recia,
Ke recia lon siembo de tercha tempá palasín.

III


—¿Eh, Nadith, tú crees que la música puede hacer que la gente cambie? —Dijo Constantino mientras regresaba de la cafetería con dos perros calientes.


—¿Por qué preguntas eso? ¿Qué estabas escuchando?


Constantino extendió la mano con un audífono y lo colocó en el oído de su amiga.


—Es Schubert, la sonata No 27.


—Al menos hasta aquí me parece un poco caótica, pero sin dudas muy compleja. ¿No crees? —Murmuró Nadith.
—Aun no comprendo que tiene de interesante, pero me atrapa un poco. Creo que estoy sugestionado por la novela de Murakami que prestaste.


—¿Kafka en la orilla?


—Exacto. Allí la música es una protagonista silenciosa al punto que la señorita Saeki viajó hacia otra realidad para conseguir los dos acordes de la canción.


—Constantino, se te está derramando el cátchup —dijo ella y le quitó el bolso para buscar algún pasaje del libro.
—Lo dejé en mi casa porque ya lo terminé, aquí solo traje las cosas para el trabajo de curso.
—¿Y lo trajiste todo?


—Sí. Al menos todo lo que me facilitó el hijo de Sandro Funes. El testimonio creo que está completo, pero las traducciones no. El resto no vale la pena, créeme, apenas se puede comprender una palabra. El médico diagnosticó afasia al viejo Funes: así que ya te puedes imaginar la jerigonza.


Nadith comprobó el contenido de la información que trajo su amigo. Pudo advertirlo: solo había un CD, que con mucha suerte, podía tener información valiosa. Luego caminó unos metros por el parque hasta un asiento bajo la sombra de un framboyán y allí extrajo de su bolso de cuero un abanico y una laptop donde introdujo el CD. Examinó cuidadosamente su contenido mientras se abanicaba. Era una de esas tardes en las que, aunque el cielo se tornara plomizo y al occidente el sol pudiera asfixiarse entre las nubes y el horizonte, la inminencia de la lluvia multiplicaba el calor. El petricor, cada vez más próximo, anunciaba la caricia de la lluvia en el polvo visceral de la avenida que conduce a la biblioteca nacional. Costantino había olvidado su paraguas y hacía notar su impaciencia agitando su pie derecho y siendo tan lacónico como su amiga.


—¿Si ya lo tenemos todo, por qué nos hemos encontrado aquí, frente a la biblioteca?
—Porque he tenido un sueño muy extraño donde aparecían algunas citas de un libro que quiero comprobar si está allí —dijo Nadith mientras se frotaba el lóbulo de la oreja y su boca se abría lentamente hasta dibujar un discreto óvalo horizontal—. Quizá recuerde más de mi sueño si entramos, aquí afuera nos vamos a asfixiar del calor. Además creo que en la sala dos hay aire acondicionado.


 Desde las roncas sístoles y diástoles de almendrones, hasta el efímero y reticente fragor de las ventanillas de los ómnibus, o el apenas perceptible, tántara tan tan tara ta tán de los pasos a destiempo de los transeúntes, hacían del paisaje sonoro de la avenida Boyeros una sinfonía anti-schubertiana. El rumor de la calle exigía un lugar más tranquilo, pues poseía el ritmo de las olas y la persistencia de un remordimiento. Constantino y Nadith caminaron al ritmo de la ciudad hacia aquel gran templo del silencio.


En los umbrales de la biblioteca, antes de llegar al guardabolsos, Constantino se apresuró con el sándwich, pero eso no fue suficiente para evitar ser amonestado por llevar gorra. Un tanto asustado —porque los empleados de las bibliotecas normalmente asustan—, se despojó de su gorra y dejó ver su calvicie que simbólicamente adelantaba su calavera.
Justo como ella pensaba, enseguida supo hacia dónde debían dirigirse, y para su mala fortuna, era en la sala uno y sin aire acondicionado. La sorpresa de Constantino aumentó más cuando percibió que ella recordaba el título y la ficha sin consultar el catálogo. Cuando la bibliotecaria lo puso en sus manos, marcharon hacia una mesa bajo la claridad natural y el fresco que entraba por una ventana.


—¿Y qué más recuerdas del sueño? –dijo Constantino en espera de ser impresionado otra vez por lo que él pensaba que había sido una casualidad.


—Recuerdo que yo era Sandro Funes, un sinestésico que debía traducir en poesía sensible la epopeya de un gran pueblo: los silicios. Pero me fue vedado contar lo que allí pude ver so pena de convertirme en una gran piedra de silicio. Escribí todo lo que pude observar, me puse algo para taparme los oídos e intenté grabar a las sirenas mientras cantaban. Por supuesto que se dieron cuenta y, sin embargo, ese no fue exactamente el castigo que recibí, sino que cantaron tan alto que me aturdieron y quedé imposibilitado para expresarme y comencé a hablar con jitanjáforas.
Al escuchar eso, Constantino comenzó a reír y a recitar sarcásticamente algunos versos del poeta cubano Mariano Brull:


Filiflama alabe cundre ala olalúnea alífera. Al menos tienes que admitir que todo lo de los silicios es falso y que no existe una tierra llamada Silicia, ni hay pruebas de que Sandro Funes haya viajado alguna vez —dijo mientras secaba con el exterior de su mano las gotas de sudor que perlaban su frente.


—¿Existe alguna prueba de que Dante haya viajado al Infierno? En el medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura —citó Nadith con aquel tono solemne que tanto molestaba a Constantino— No da ninguna pista del lugar, ni lo necesita tampoco, porque es una metáfora… solo deja entrever que, de repente, porque todas las historias tienen un “de repente”, incipit vitam novam, que significa comienza una vida nueva: La historia que merece ser contada. Sin embargo, aquel mundo no se limitó a las pruebas y a la verosimilitud. Si así hubiese sucedido no existieran en la literatura pasajes como el de Paolo y Francesca o el castigo de Ugolino. En efecto, el viaje de Dante fue un viaje espiritual, como el viaje de Sandro Funes. En sus memorias también desborda la poesía y es por eso que es un tema excelente para la investigación. Silicia no es exactamente un lugar, más bien es una situación o una conjunción de situaciones, o como dice el mismo Sandro Funes: una metáfora de los sentidos. ¿A quién le importa ahora la situación geográfica del Infierno que describió Dante? Agradecemos que exista y basta, lo que ha inspirado y lo que pudo transformar. Silicia tampoco yace en algún espacio, más bien es un viaje al interior.


—Como La matrix


—Como Kafka en la orilla —dijo Nadith que aún no había abierto el libro que había solicitado. El viaje de la señora Saeki es también un viaje interior, el cual es solo posible porque existe la metáfora. Ella es la prueba en el lenguaje de que en la realidad dos situaciones pueden ser intercambiadas. Para mí, el protagonismo lo tiene la música, en tanto es la metáfora más efectiva para representar al deseo. ¿Conoces el pasaje de cómo Ulises se libró de las sirenas y logró continuar su travesía?


—Sí, claro. Es un episodio muy famoso. Le pide a su amigo Euríloco que lo ate al mástil y ordena que toda la tripulación se tape los oídos.


—Justo. Sin embargo, Odiseo oye las voces de las sirenas que lo convidan a aproximarse a disfrutar el canto, pero jamás logra estar lo suficientemente cerca gracias a sus amigos. El canto de las sirenas fue interpretado por los helenistas como una alegoría de la tentación que nos hace perder el rumbo. La música persuade sin argumentos, es por eso que ella es la mejor metáfora del deseo, porque este tampoco obedece razones.


—Ya sé lo que me quieres decir —dijo Constantino, que parecía haber atraído la lluvia con su alumbramiento—. Estás intentando hacerme creer que la supuesta metamorfosis de Sandro Funes no es más que una metáfora del mito de Ulises atado al mástil. La verdad es que me parece un poco caricaturesco que Sandro Funes termine atado a su taburete, y que a su hijo no le había sucedido nada porque se había tapado los tímpanos para no escuchar los gritos de su padre enloquecido —entonces llovió más fuerte.


—Exacto. Por eso quiero que transcribas las jitanjáforas de Sandro Funes que están grabadas en ese CD.
 Constantino se mudó hacia una mesa que tuviera cerca un tomacorriente para conectar la laptop. Mientras escuchaba el audio, Nadith encontró los pasajes que había soñado, el escudo de las sirenas y un poema épico escrito en dáctilos que comenzaba así: De sábala, sarga, de sábala, capa, Silicia
Constantino divisó una rubia con aritos de ortodoncia frente a su mesa. Nadith no tardó en darse cuenta que en breve se convertiría en una enrome mole de silicio.


Compartir


Deja tu comentario

Condición de protección de datos