Era una esplendorosa tarde habanera de domingo, y un grupo de cofrades la pasábamos a pedir de boca, en medio de chistes y libaciones. Mientras, el cercano receptor radial dejaba oír a la Sonora Matancera en un célebre merengue, con cierta carga racistoide:
“A mí me llaman el negrito del batey
porque el trabajo para mí es un enemigo.
El trabajar yo se lo dejo todo al buey
porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”.
De pronto, uno de los presentes —a quien nunca he escuchado hablar en serio— me disparó a boca de jarro:
—Yeyo, fíjate si trabajar es malo, que es… ¡por lo único que le pagan a uno!
Mi sonriente interlocutor no acababa de inventar el agua tibia. Según milenarias escrituras, Jehová de los Ejércitos —iracundo— fulminó con su condena al padre fundador Adán, quien habría de ganarse el pan con el sudor de su frente, hasta que volviese al polvo que lo había engendrado. Jacob, por su parte, califica de “borrico” a su hijo Isacar, pues este sabe cuán deleitoso es el descanso, pero tontamente prefiere someterse al trabajo, ofreciéndole el lomo a la carga.
Pero la abominación hacia el trabajo no se circunscribe a la cultura judaica. No. En El Corán nos dicen que El Altísimo, El Grande, custodia los cielos y la tierra porque “no le cuesta ningún trabajo”. Y agrega que los trabajadores suelen andar cabizbajos, con el rostro agobiado por la fatiga.
No han faltado tampoco las firmas ilustres a la hora de infamar el acto de quien labora. “El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer”, dijo —siempre provocador— el irlandés Oscar Wilde. Más tarde, William Faulkner expresará: “Lo más triste es que la única cosa que se puede hacer durante ocho horas al día es trabajar”. Mario Moreno, Cantinflas, como representante de los menesterosos iba a dictaminar: “Algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado”. Y Enrique Jardiel Poncela, tan sarcástico como de costumbre, enjuiciaría: “Cuando el trabajo no constituye una diversión, hay que trabajar lo indecible para divertirse”.
PERO, DE MÍ… ¿QUÉ?
Dicho sea con todo el respeto del mundo: yo no tengo por qué estar de acuerdo con El Génesis, El Corán ni los famosos personajes antes citados, en su aversión hacia el trabajo, visto repetidamente como castigo. Claro, puedo echar mano a la sabiduría del pueblo, quien dice que cada uno cuenta de la fiesta según le fue en ella.
En una radioemisora enclavada donde se dan cita el azul profundo del Mar Caribe y el verde lujuriante de la cordillera Sierra Maestra, ante un micrófono tuvo para mí su estreno eso que los burócratas, en su jerga, llaman la “vida laboral”.
Después vendría un peregrinaje, durante décadas, en redacciones sin número. Un día, codo con codo junto a un jefe de Estado extranjero. Mañana, reportando una función de ballet capitaneada por Alicia Alonso. Al otro día, sobreviviendo a la intemperie inmisericorde, para brindar cobertura periodística durante algún ciclón de los mil demonios.
Debo admitir que, a lo largo de los trajines de la aperreada vida del periodista, jamás he sentido aburrimiento ni cansancio. En mi diccionario particular, no existen las entradas lexicográficas correspondientes a esos términos.
Sí, para este humildísimo emborronacuartillas —y lo digo sin pose ni impostura—, el trabajo ha sido fuente de alegría rebosante, bálsamo contra la fatiga del ocio, venero que merece acción de gracias, eufórico cántico al regocijo, diversión que envidiaría el más exigente de los hedonistas.
Y quizás todo ello me empariente con un sabio que vivió hace dos milenios y medio en lo profundo del Asia. Porque Confucio dijo:
“Elige un trabajo que te guste… y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”.
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