Como conoce de sobra todo el medianamente iniciado en el habla popular del cubano, llamamos botella a la sinecura, a la prebenda, al sueldo que se percibe sin trabajar. Pero… ¿cuándo se originó la primera botella de nuestro país?
Pues dígase que Fernando Colón, hijo y biógrafo de Cristóbal, fue objeto de la real benevolencia por parte de Carlos I de España y V de Alemania.
Era Fernando lo que solemos llamar un tremendo guataca, un adulador que se pasaba la vida lustrándole los zapatos al monarca.
Como premio, Carlos ordenó que la Isla de Cuba remitiese anualmente quinientos pesos al hijo del mal llamado Descubridor. Así pues, Fernando, el lamebotas del rey, sentó un nocivo precedente: fue nuestro primer botellero.
SEGUNDO VISTAZO: UN SÚPER-RECONTRA-MENTIROSO
Fue Antonio Herrera un pinero que vivió hasta principios del siglo XX. Decía ser “el barón de Herrera”, y los psiquiatras lo hubieran clasificado como mitómano…, con lo fácil que es pronunciar mentiroso.
Contaba Herrera que un día su perro se enfrascó en fiera pelea con un cocodrilo. Temeroso de que animal sucumbiera, le lanzó un machetazo al reptil, con tan mala suerte que erró, y el perro quedó partido en dos mitades limpias. Entonces, decía Herrera, cosió las dos mitades con bejucos, pero le quedaron al revés.
Ah, pero el asunto tuvo sus ventajas. Porque ahora el perro podía caminar solamente con dos patas, mientras las otras descansaban. Y, además, con el ojo de abajo buscaba puercos jíbaros, y jutías con el de arriba.
TERCER VISTAZO: TREMENDA BENDICIÓN
Quienes fundaron Manzanillo no tuvieron en cuenta que el asentamiento lo establecían sobre una pronunciada pendiente, en descenso hasta el Golfo de Guacanayabo.
La inmediatez de la Sierra Maestra ha hecho posible que allí las lluvias sean copiosas, y por la ladera desciende una masa de agua que no existe pavimento capaz de resistirla.
Sabido esto, dígase que a mediados del pasado siglo, el cura de Manzanillo, aunque santo varón, se gastaba genio de argolla.
Cierto día transitaba el religioso por una calle maltratada y acertó a pasar un auto que, al cruzar sobre unos charcos, dejó su sotana hecha una birria, chorreando agua fangosa. Y cuentan que el irascible cura le gritó al chofer del auto: “Hijo, que cuando mueras alcances la gloria... ¡Y que sea pronto!”.
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