Créalo o no lo crea: hay especies zoológicas que rompieron el pacto sacratísimo con la libertad. Ahí tiene usted al canario, incapaz de sobrevivir fuera de la jaula, un ser infeliz, dependiente del alpiste que le embuten.
Ah, pero el gorrión… ya el gorrión “son otros veinte pesos”, como dice el sermo vulgaris cubensis.
Mírenlo ahí. Libérrimo. Arrullando a su hembrita. Disfrazado con su plumaje grisáceo, como para no llamar la atención, como hace todo ser armado de vergüenza. Amigo de los aires abiertos. A pesar de haber venido de otras tierras —ibéricas— aquí se aplatanó, para convertirse en todo un símbolo, aunque la canalla de los voluntarios haya querido apropiárselo.
Nadie ha tenido a un gorrión prisionero. Como, de plano, se niega a comer, usted puede ser el feliz poseedor, en su jaula… de un gorrión muerto.
Y aquí va lo mío. A finales de los 1960 yo ejercía el magisterio sobre un alumnado sui géneris, por decir lo menos: los ternísimos multihomicidas del “Principal de la Comedia”, como suele denominar mi hermano Leonardo Acosta al Castillo del Príncipe.
El Castillo del Príncipe: una antigua prisión de La Habana. En la jerga de la “mala vida habanera” —según decía don Fernando— era conocido como La Loma, pues sobre una fue edificado, la llamada Loma de Aróstegui, en días coloniales. Cuando Ambrosio Funes Villalpando Abarca de Bolea, Conde de Ricla, ingresa a La Habana para restaurar el poder borbónico —después de once meses de presencia británica— lo escoltan dos ingenieros militares, Abarca y Kramer, quienes vienen a “poner cerrojo tras ser robados”, o sea, fortificar las alturas desguarnecidas que aprovecharon los ingleses. Incluida ésa donde se construyó el Castillo del Príncipe.
Pero vayamos a lo nuestro. Era una tarde de los ya remotos 1960. Tremendo revoleteo sobre La Loma: los presos les estaban brindando migajas a los gorriones.
Y yo pensé: “Hombres presos, y pajarillos que jamás aceptarían tal categoría”.
Entonces a mí, que no aspiro a ser bardo con domicilio reconocido, se me ocurrió esta décima, que rápidamente plasmé en un pedazo de papel de cartucho, que alguien me regaló:
Libérrimo
“…son los únicos pájaros con vergüenza que hay en el campo”. Blasco Ibáñez.
Passer domesticus, sabes
que envidio tu natural
virtud de vestir igual
aunque siempre el traje laves.
El oropel de otras aves
no enturbia tu algarabía
ni trastorna la alegría
de ésa, tu hembra, que te mima.
Gorrión de toda mi estima:
preso nunca te vería.
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