Albergo la sospecha de que, para tener un raciocinio medianamente decente, para seguir un camino intelectivo que aspire a ser científico, resulta imprescindible andar echando mano perennemente a la llamada relación causa-efecto.
Del asunto me estaba acordando tras las sucesivas matanzas –escuelas, restaurantes, mercados, iglesias-- ocurridas en tierras del vecino norteño.
En efecto, nada sale de la nada. La generación espontánea fue sólo uno de los innumerables disparates que manaron del cerebro recalentado de Aristóteles.
Los yanquirules son así… porque así tienen que ser, según lo que les determina, fatalmente, su pasado.
Las diminutas Trece Colonias originales salieron en su marcha hacia el Oeste con un cuchillo en la boca. A los soldados se les premiaba según la cantidad de cueros cabelludos de indios que presentasen.
La violencia ferocísima que muestra el género cinematográfico del western no es gratuita. El alma de aquella gente residía en su Frontera 44, en otros modelos de Colt, en su Smith and Wesson, en su Winchester 44-40.
La Indian RemovalAct (Ley de Desalojo) de 1830, despojó a los indonorteamericanos de sus tierras, para llevarlos hacia las reservaciones. Eso provocó (1838) el Trial of Tears (El Camino de las Lágrimas), cuando 17 mil cheroquíes fueron obligados a abandonar sus hogares en el norte de Georgia y trasladarse a Oklahoma. En el trayecto, de más de mil millas a pie, bajo un despiadado invierno, unos 4 mil, principalmente ancianos, mujeres y niños, murieron en el trayecto.
El mayor ahorcamiento que han presenciado los Estados Unidos tuvo lugar el 26 de diciembre de 1862 en Mankato, Minnesota. Derrotada una insurrección de los dakotas, 303 indios, prisioneros de guerra, fueron condenados a muerte.
De los doce y medio millones de indios que poblaban el territorio de lo que es hoy Estados Unidos, quedaban en 1890 sólo algo más de un cuarto de millón de sobrevivientes.
“El único indio bueno es el indio muerto”. La frase se le atribuye lo mismo al general George Armstrong Custer, jefe de la caballería a cargo de la conquista del Oeste, que a su también genocida segundo al mando, el general Philip O. Sheridan.
Esos polvos trajeron estos lodos.
Entonces, ¿hemos de sorprendernos ante los recientes hechos ocurridos en aquella civilización de la barbarie?
Ya lo dije, y lo repito: nada sale de la nada.
Y todo este asunto me trae a la mente un decir frecuente en el habla de mi pueblo: “¿Qué tú esperabas? ¿El vuelto?”.
(Por si alguien me está leyendo en la acera de enfrente, traduzco: What were you waiting for? The change?).
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