Sin lugar a dudas, en el desmadre de la injusticia social cubana, el chino ocupó el más preterido eslabón en la cadena discriminatoria.
La introducción masiva de semiesclavos asiáticos se inaugura a mediados de 1847, con la llegada al puerto habanero de la fragata Oquendo, procedente de Amoy, el primero entre los llamados “barcos del diablo”, con doscientos culíes.
En este tipo de travesía era habitual que muriese uno de cada cuatro inmigrantes. Y lo que aquí les espera es un infierno mortal, peor que el de los africanos. Porque, a pesar de que vienen supuestamente como contratados por ocho años, son en realidad esclavos que mueren a racimos. (¿Será sólo una casualidad que “ocho” es muerto en la charada chino-cubana?).
Legan nuevas oleadas
La xenofobia que reina actualmente en los Estados Unidos está muy lejos de ser un fenómeno reciente. En la segunda mitad del siglo XIX arriba a Cuba otra ola de inmigrantes chinos, procedentes de Estados Unidos, donde las xenófobas leyes norteamericanas los obligaron a vender sus negocios a precio de remate y buscar otras tierras.
Un tercer contingente llega a principios de la pasada centuria, cuando, tras la caída del Imperio, se desencadena una situación convulsa en el inmenso país, asolado por los señores de la guerra.
Se calcula que, entre 1847 y la Segunda Guerra Mundial, Cuba recibió alrededor de medio millón de asiáticos, cifra sólo comparable a la del Perú, entre los países latinoamericanos.
Discriminación hasta en el habla
El desprecio por el chino también se plasmó en el habla popular. “El entierro de chino va vola’o”, solía decirse, pues al humilde emigrante no había quien lo llorase, ni quien acompañara su sepelio.
Si una pareja se disolvía, el integrante masculino, como ofensa máxima, espetaba a su media naranja: “¡Búscate un chino que te ponga un cuarto!”.
Y su indefensión se reflejó en la frase que le dedicaban al inocuo, al incapaz de hacer valer sus derechos: “Ése no le tira ni un gollejo un chino”.
Así echaban al olvido la vertical postura, durante nuestras luchas libertarias, de los mambises chinos. Por fortuna, en un humilde monumento de El Vedado, está inscripta la opinión de un prócer, quien dijo: “Ningún chino cubano fue desertor, ningún chino cubano fue traidor”.
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