Los santiagueros del ya remoto año 1898 eran aficionadísimos a la música mexicana. Y en aquellos días lejanos andaba de boca en boca la parodia de un corrido cuya letra así decía, más o menos:
Telegrama de Cervera
a Blanco desde Santiago:
Tengo un miedo que me… embriago
de salir la mar afuera.
La tonada era, a todas luces, injusta. El contralmirante Pascual Cervera, descendiente del linaje marinero de los Topete, fue un señor lobo de mar, con agallas sobradas, como ya había evidenciado y volvería a probar.
Ah, pero los santiagueros —con razón o sin ella— le guardaban una vieja cuenta, de veinticinco años atrás, que esperaban ver saldada.
Pascual Cervera Topete (Medina Sidonia, 1839 - Puerto Real, 1909) fue un hombre de armas casi desde su infancia. Ingresó en la escuela naval con trece años. A los quince era ya guardiamarina y prestó servicio durante la campaña de África. Peleó en la guerra carlista, contra los rebeldes malayos y durante la proclamación del Cantón de Cádiz.
Cuando los norteamericanos declaran la guerra a España llegó a Cuba al mando de una escuadra, tras burlar tres imponentes formaciones navales que los estadounidenses tenían en la zona.
El 3 de julio de 1898 lo encontramos oyendo misa en la catedral santiaguera junto a su tropa aguerrida, casi todos marineros curtidos a orillas del Cantábrico, al cual muchos de ellos no volverían a ver. Bien hizo la marinería con encomendarse a celestiales potencias, pues este mundo terrenal nada bueno les deparaba. En la mano tenían la orden de salir de la bahía santiaguera hacia donde se hallaban los yanquis.
Los buques ibéricos, aunque de reciente construcción, habían sido calificados por los estudiosos como “piezas museables”, por lo endeble de sus blindajes y lo escaso del armamento. Entre aquellos “armatostes flotantes”, el más moderno era el Cristóbal Colón, pero su deficiente artillería hizo que lo catalogaran como “un tigre… sin colmillos”.
Notoria había sido la ineficiencia del Departamento de Marina hispano. Se recuerda el caso del buque Princesa de Asturias, que tras la pomposa ceremonia de botadura se quedó trabado en la rampa, por lo cual lo apodaron El Arrastra´o. Días más tarde, en una madrugada de marea alta, se deslizó por sí mismo hacia el mar. Entonces los chuscos lo llamaron El Espontáneo, como a los toreros improvisados que se lanzan al ruedo.
Cervera y los comandantes de las naves bien conocían cuál iba a ser su desastroso destino. Por escrito lo habían declarado: “Solamente se puede esperar la destrucción total”. Pero todo estaba decidido, más por espurias consideraciones políticas que por un desapasionado juicio militar. Ya mucho antes el general Arsenio Martínez Campos había dictaminado que “con unos cuantos buques hundidos España se iría de Cuba sin más descrédito y con el honor nacional a salvo”.
El resto de esta historia es bien conocido: la escuadra de Cervera hizo las veces de blanco en una demostración de tiro. Las naves fueron sucumbiendo una tras otra, y la que más lejos llegó fue el Cristóbal Colón, varado intencionalmente a la vista del pico Turquino. El balance fue sencillamente tragicómico. Por la parte española, 371 muertos y 151 heridos. Entre los norteamericanos, un muerto y dos heridos.
Dígase, por último, que Cervera cayó prisionero, situación humillante que a los santiagueros no entristeció en lo absoluto. Sí, porque afirmaban que el marino, veinticinco años atrás, había participado en el piquete de fusilamiento que ejecutó a los expedicionarios del Virginius.
Ya sé que muy autorizados autores, entre los cuales se cuenta el decano de la historiografía cubana, César García del Pino, afirman que no hay nada de cierto en tal acusación, pues Cervera se encontraba entonces destacado en la Península.
Santo y bueno. Yo solo anoto que a varias generaciones de mis amigos santiagueros los he escuchado referirse al marino español como responsable del tiro de gracia a los patriotas expedicionarios. Y… ¿acaso no se dice, desde hace milenios, que “voz del pueblo, voz de Dios”?
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