En agosto de 1941, cuando toda Europa occidental, excepto Gran Bretaña, estaba ocupada por las hordas nazis, las tropas soviéticas, obligadas a retroceder, se aprestaban a la defensa de Moscú, y la victoria contra el fascismo estaba muy lejana; en aguas de Terranova, a bordo del acorazado USS Augusta, el presidente Franklin D. Roosevelt suscribió con Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, la Carta del Atlántico, a la que se sumó la Unión Soviética.
Más allá de consideraciones acerca del desempeño de cada uno de ellos, es preciso reconocer que Roosevelt, Stalin y Churchill tuvieron la visión para percibir en el fascismo una amenaza, no para un país o un sistema político, sino para toda la humanidad, y la determinación para enfrentarlo, forjar la unidad, y la colaboración política y militar, únicos instrumentos que podían proporcionar a todos la vicotria que ninguno podía lograr solo.
A pesar de ser personalidades diferentes y sustentar credos ideológicos y políticos que los ubicaban en las antípodas, Roosevelt y Stalin lograron una química que hizo posible la unidad frente al fascismo, la conducción de la guerra, y la convicción en la victoria final, persistiendo en el objetivo de derrotar al eje fascista, imponerle la rendición incondicional, y exigir a los jerarcas responsabilidad por los crímenes cometidos.
Involucrándose en una guerra que una parte del país y las élites no deseaban, Roosevelt, líder de un país protegido de alemanes y japoneses por las barreras naturales de los océanos Atlántico y Pacífico, a distancias inalcanzables para la tecnología militar de entonces, se dedicó a construir una alianza cuyas bases la Unión Soviética no solo aprobaba, sino que podía aplaudir.
Por primera y única vez en la historia una potencia mundial iniciaba una guerra renunciando de antemano a cualquier conquista territorial, absteniéndose de la pretensión de imponer gobierno o sistema social alguno, promoviendo la igualdad para todos los estados y la cooperación para el progreso, con la promesa de un futuro de paz, basado en la renuncia al uso de la fuerza.
Con la victoria a la vista, los líderes mundiales de entonces se superaron ellos mismos, y emprendieron negociaciones que condujeron a la redacción de la Carta de la ONU, que colocó el derecho internacional sobre bases no solo nuevas y justas.
Los acontecimientos posteriores, principalmente el inesperado e injustificado inicio de la Guerra Fría convocada por Churchill cuando ya no era primer ministro británico, y por Truman, que accedió a la presidencia por la sorpresiva muerte de Roosevelt, frustraron la estrategia acordada.
El resto de la historia es conocida. De la alianza se pasó a la confrontación, y de las aspiraciones de paz a un permanente estado de beligerancia, que durante más de 40 años, mantuvo al mundo al borde la guerra, amenazado por la destrucción mutua asegurada.
La historia fue desviada de un curso que hubiera coronado los enormes sacrificios realizados por soviéticos, chinos y por aliados en la II Guerra Mundial. La alianza militar y política promovida por la Carta del Atlántico, suscrita por los Tres Grandes de entonces, estuvo justificada, y significó más que la OTAN y el Pacto de Varsovia juntos. Uno condujo a la victoria y prometió la paz. Los otros carecen de legados positivos. Todo lo contrario.
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